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‘As bestas’: radiografía de una época

Todos sabemos lo que pasa cuando los indiferentes, los atomizados, los expulsados de todo interés común, abandonan de pronto, con un aullido, su aparente indiferencia

Mariam Martínez Bascuñán 11 diciembre
Del Hambre
Máriam Martínez-Bascuñán

La angustia de los desposeídos no se entiende mirando solo aquello a lo que se oponen, pues, como decía el sociólogo Christophe Guilluy en este mismo periódico, no están “en contra de algo”: sencillamente están “en otro lugar”. Y es esta dimensión espacial, abismal, que tan bien define nuestro tiempo, la que nos muestra como un fogonazo la película As Bestas, de Rodrigo Sorogoyen. Frente a las cabañas rurales de pescadores transformadas en viviendas para ejecutivos urbanos en busca de “refugio” de las que habla Guilluy, Sorogoyen nos muestra a un matrimonio francés que busca el futuro en el pasado, huyendo románticamente a una aldea gallega donde vivir su ideal de una vida ecológica.

Una de las cosas más fascinantes de la película es que no podemos mirarla desde los tópicos del lenguaje político convencional. No hay clases sociales, ni izquierdas en busca de unidad, ni trabajadores luchando por organizarse o abandonándose al corazón oscuro del posfascismo. Solo los desposeídos y los que acumulan poder, y en medio un abismo inquebrantable, aunque todos vivan en el mismo espacio. Los desposeídos no lo son tanto materialmente como del lugar que ocupaban en el mundo, ese estatus que les confería un espacio simbólico en el que afirmarse, un sitio en el que “estar”. Son personas que el sistema ya no quiere ni necesita, expulsadas de la participación útil en la sociedad, y a quienes las empresas extranjeras cierran la boca pagándoles la mitad de lo que pagarían en sus países a cambio de sus terruños para instalar gigantescos molinos de viento, un mercadeo denunciado desde su privilegiada atalaya moral por el matrimonio francés, arquetipos de esa minoría interconectada que ha monopolizado el lenguaje y la cultura. Pero del abismo solo puede surgir un resentimiento desbocado, destructivo. El deseo de desquite de los desposeídos cristaliza en una oscura fantasía de salvación: entender que el sufrimiento de otros resolverá nuestros problemas. Sorogoyen los muestra con toda su brutalidad, crudamente, sin prejuicios, descarnados como los Furtivos de José Luis Borau.

No sabemos, o quizá no nos interese, si ese malestar, ese rencor atávico de las bestias es el origen de movimientos políticos que no logramos, no queremos entender. ¿Son acaso aquellos “indeseables” que describía Hillary Clinton, “la gente con pocos estudios” que votaba a Donald Trump? ¿O la letanía de “analfabetos, intolerantes y xenófobos” a quienes, tan despreciativamente, trataban de convencer los europeístas anti-Brexit? ¿Están siquiera en la cabeza de una ministra que habla de “cultura de la violación” en el Congreso, confundiéndolo con un seminario académico sobre feminismo? ¿O están fuera porque allí les queremos? Porque son los desposeídos quienes encarnan la premisa del espejismo democrático arendtiano: una democracia puede funcionar con normas reconocidas solo por una minoría, hasta que deja de funcionar. Porque todos sabemos lo que pasa cuando los indiferentes, los atomizados, los expulsados de todo interés común, abandonan de pronto, con un aullido, su aparente indiferencia. No nos importan, pero ellos también somos nosotros: bestias a punto de morder.


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