El legado de Boris Johnson
El hasta ahora líder conservador deja su país con una gran crisis económica y con su prestigio internacional destrozado
Es posible que el legado del que Boris Johnson se sienta más orgulloso sea el más tóxico. En la historia quedará como el político que culminó el proceso del Brexit —Get Brexit Done fue el lema de su campaña electoral en 2019—, y dejó sellado durante décadas el futuro económico y comercial, y el lugar que ocupará en el mundo el Reino Unido. Las mentiras, agresividad y demagogia con que Johnson impulsó ese “destino manifiesto” lograron que el debate sobre la decisión más dramática y relevante que los británicos han adoptado en las últimas décadas quedara cerrado en falso. La oposición laborista no se atreve a remover un asunto que le costó su último fracaso electoral, y los votantes han decidido pasar página de una discusión que mortificó sus vidas durante cuatro largos años. El Brexit ha sido un expediente concluido para todo el país, a pesar de que sus nefastas consecuencias económicas siguen presentes cada día. Es la causa de que el Reino Unido sufra la mayor tasa de inflación del grupo de naciones del G-7. Solo Johnson ha resucitado el asunto, cada vez que sus crisis domésticas le obligaban a buscar el comodín del enfrentamiento con Bruselas. La decisión unilateral de incumplir el Protocolo de Irlanda del Norte, que amenazó con desencadenar una guerra comercial con la UE, fue el único recurso a su alcance para movilizar a sus seguidores en el grupo parlamentario conservador, cada vez más desesperados con sus continuas muestras de falta de credibilidad y de integridad.
No tardaron en surgir, durante su mandato, señales evidentes de que Johnson estaba convencido de que había unas reglas para el resto de los mortales, y otras para él. Fueron las fiestas en Downing Street durante el confinamiento las que colmaron la paciencia del Partido Conservador. El primer ministro negó primero su existencia, luego aseguró que habían respetado la legalidad, para acabar afirmando que nadie en su equipo le había avisado de que no tenían ningún sentido y eran una inmoralidad. Johnson clásico. La culpa siempre era de otros. En su discurso de dimisión se ha atrevido incluso a afirmar que los diputados conservadores que han forzado su caída habían sido víctimas del “espíritu de rebaño”. El improperio sirve más para definir a la persona que para constatar su frustración. Johnson nunca quiso ser parte del rebaño. Cultivó durante toda su carrera política una actitud excéntrica y desafiante, gamberra y populista, simpática y aparentemente erudita, que cautivó en un primer momento a muchos votantes. Hasta que el país tuvo que hacer frente a una doble situación de emergencia: primero sanitaria, luego económica, y enseguida se reveló que el emperador estaba desnudo. Johnson deja detrás de sí un país sin rumbo económico y con una relación profundamente deteriorada con su principal socio comercial y político durante décadas: la Unión Europea.
La comedia ha terminado, a pesar de que Johnson se empeñe en permanecer en Downing Street y prolongarla durante unas semanas, incluso meses. No parece que el Partido Conservador vaya a permitirle ocupar por mucho más tiempo el escenario. Quizás él piense que fue divertido mientras duró, pero ha llegado la hora de que el Reino Unido recupere su madurez y su prestigio internacional.
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