Boris Johnson dimite
Faltan por aclararse muchas cosas: quién le sucederá en el cargo, y cuán dañado saldrá su partido. Pero pase lo que pase, su caída habrá sido un fiel reflejo de la interminable crisis política que atraviesa el Reino Unido tras el Brexit
Dos días después de la dimisión de sus ministros de Finanzas y de Sanidad, el destino de Boris Johnson está escrito: a lo largo de la jornada de ayer, 37 altos cargos abandonaron el Gobierno; la actividad parlamentaria en Westminster se vio paralizada por la falta de ministros; y más de la mitad del grupo parlamentario declaró públicamente su pérdida de confianza en su líder.
Los acontecimientos del miércoles oscilaron entre la tragedia shakesperiana y la famosa comedia británica The thick of it, y los elementos cómicos eran evidentes. Mientras su gabinete se vaciaba, Johnson anunciaba una importante rebaja fiscal para seducir al electorado, subrayando la fiabilidad de su Gobierno. En plena comparecencia parlamentaria, y entre declaraciones de apoyo al Gobierno de Zelenski, el primer ministro era informado de que una delegación de ministros le aguardaba en Downing Street para exigir su dimisión. Y horas antes, la sesión de control al Gobierno nos recordaba que, en política, la realidad siempre supera a la ficción: en medio del caos, un diputado conservador aprovechaba su turno para preguntar a Johnson sobre unas licitaciones urbanísticas en su circunscripción.
También lo trágico, sin embargo, sobrevoló la jornada de ayer. En su reunión semanal, el poderoso comité 1922 decidió no modificar sus reglas internas para facilitar una nueva moción de censura contra el premier, con la esperanza de que fuera él mismo quien aceptara su inevitable desenlace. Pero la posterior visita de sus ministros, que funcionó con Theresa May en 2019, no lo hizo con un Johnson que recalcó su mayoría absoluta, declaró que no dimitiría, y dejó claro que habrían de ser ellos quienes le obligaran a abandonar el cargo. Su resistencia numantina, de hecho, se acentuó con el paso de las horas cuando, cada vez más cercado, anunció el cese “por deslealtad” de Michael Gove ―el todopoderoso ministro― quien, a su vez, traicionó a Johnson en las primarias de 2016.
De no haber dimitido el premier, el comité 1922 se hubiera reunido la semana que viene, en un encuentro en el cual modificaría su reglamento, celebraría una moción de censura y convocaría un proceso de primarias que concluiría en agosto. Más allá de su dimisión, sin embargo, la crisis terminal que atraviesa su Gobierno no es más que el resultado de tres fenómenos que se vienen observando desde hace años.
En primer lugar, el efecto corrosivo que procesos soberanistas como el Brexit tienen sobre los partidos políticos que los encabezan: tras Cameron y May, Boris Johnson será el tercer primer ministro en ser tumbado por unos tories que transmiten un claro agotamiento político e ideológico. En segundo lugar, las consecuencias de tener representantes políticos que desprecian las convenciones jurídicas y políticas que rigen las democracias contemporáneas: el fin de Johnson no ha llegado por errores programáticos, sino cuando sus diputados han dejado de reírle las gracias y han comenzado a hacer frente a sus mentiras. Por último, los problemas de la tan alabada Constitución británica, incuestionablemente eficaz en tiempos normales, pero peligrosamente frágil en situaciones tan excepcionales como esta.
Faltan por aclararse muchas cosas: quién le sucederá en el cargo, y cuán dañado saldrá su partido. Pero pase lo que pase, la caída de Boris Johnson ―caótica, tragicómica y, ante todo, eminentemente british― habrá sido un fiel reflejo no solo de sus tres años al frente del Gobierno, sino de la interminable crisis política que atraviesa Reino Unido tras el Brexit.
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