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Tribuna
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Irlanda del Norte: de la consociación a la conciliación

La sociedad norirlandesa está haciendo su propio viaje hacia un futuro menos sectario desde el punto de vista social, más secularizado en lo religioso, y que ha dejado de estar obsesionado por el estatus político

La candidata del partido Alianza, Paula Bradshaw, durante el recuento en Belfast, el sábado 7 de mayo.
La candidata del partido Alianza, Paula Bradshaw, durante el recuento en Belfast, el sábado 7 de mayo.JASON CAIRNDUFF (REUTERS)
Ignacio Molina

Hasta la madrugada del domingo no hemos conocido el resultado final de las elecciones celebradas en Irlanda del Norte el pasado jueves. La lentitud del escrutinio se debe al llamado sistema de voto único transferible que ordena sucesivas preferencias y obligó a contar hasta 13 veces en alguna mesa, aunque puede servir como metáfora del resultado mismo y la conveniencia de evitar conclusiones apresuradas sobre un supuesto seísmo político que fuera a precipitar una inminente unificación de la isla. Sí, la victoria del Sinn Féin tiene relevancia histórica y los partidos unionistas continúan su declive gradual (algo menos del 45% de apoyo cuando en los años setenta superaban el 70%), pero siguen estando por delante de los nacionalistas (que rondan el 40%) sin que haya cambiado el equilibrio relativo entre bandos con respecto a 2017. De hecho, ambos pierden ahora el mismo número de parlamentarios y un reciente sondeo que preguntaba sobre una hipotética ruptura con el Reino Unido concluía que solo un tercio la desea. No se espera en el corto o medio plazo, por tanto, ningún referéndum en ese sentido.

En las próximas semanas la atención se centrará en dos cuestiones más o menos coyunturales. Primero, si el derrotado DUP acepta ser el segundo de la coalición con una primera ministra republicana o si prefiere boicotear la formación de gobierno para que quede vacante y la provincia se administre desde Londres. Y, en segundo lugar, también en clave de política británica y de relaciones con la Unión Europea, cómo digiere Boris Johnson que las urnas no hayan rechazado la aplicación del controvertido Protocolo acordado con Bruselas, que opta por realizar los controles aduaneros post-Brexit en el mar que separa a Gran Bretaña de la provincia evitando así que hubiera nada parecido a una frontera física entre esta y el resto de Irlanda.

No obstante, la lectura más trascendental que puede hacerse de este proceso electoral apunta a la superación a largo plazo de los odios entre católicos y protestantes que tanto han marcado la historia de esta esquina del viejo continente. Un progreso lento, como el recuento de papeletas realizado en estos días, y sometido todavía a enormes desafíos, pero nítido. El único partido que avanza ha sido Alianza; una formación europeísta y liberal que hace años abandonó expresamente el unionismo y tiene como principal punto de su programa la reivindicación de la concordia. Acaba de doblar escaños y ya está en el 20% de la Asamblea de Stormont.

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Como es sabido, el Acuerdo del Viernes Santo, que pronto cumplirá su 25 aniversario, constituye la piedra angular sobre la que se ha ido construyendo el fin de la violencia. Además de regular la entrega de armas por parte del IRA y de los paramilitares protestantes, estableció una gobernanza consociacional, o de consenso obligado, que solo permite ejercer la autonomía si los antiguos enemigos irreconciliables consienten compartir el poder, hasta el punto de que las diferentes carteras ministeriales se asignan conforme al método D’Hondt a partir de sus representantes electos. Aquel pacto fue posible porque en 1998 tanto unionistas como nacionalistas estaban liderados por sendos partidos moderados y porque, además, Reino Unido e Irlanda pertenecían entonces a la UE.

Ninguno de esos dos factores facilitadores ha resistido el paso del tiempo. En las segundas elecciones celebradas tras el Viernes Santo, el DUP —entonces dirigido por el reverendo ultra Ian Paisley— adelantó al centrista Partido Unionista del Ulster mientras el Sinn Féin, cuyos líderes acababan de quitarse el pasamontañas, hacía lo propio en el otro lado superando al Partido Socialdemócrata y Laborista. Aquel doble sorpasso que dio el protagonismo a las respectivas versiones radicales de ambos bandos llevó a un largo bloqueo hasta que en 2006 extenuantes conversaciones convencieron a Paisley de tener como viceprimer ministro al exconvicto terrorista republicano Martin McGuinness. Una estupenda película, The Journey, narra el viaje físico y mental de ambos líderes hasta alcanzar aquella proeza.

En los últimos 15 años no ha sido nada fácil esa coexistencia entre polos extremos y el Brexit ha agudizado turbulencias, haciendo cada vez más difícil la formación de gobiernos en aplicación de la solución consociacional. Si en su día sirvió como mal menor, hoy tiende más bien a subrayar el pasado —la división a partir de líneas etnoreligiosas— y a propiciar ejecutivos efímeros que obligan a frecuentes suspensiones del autogobierno. En cualquier caso, con independencia del debate sobre si conviene o no superar ese sistema, capas cada vez más grandes de la sociedad norirlandesa están haciendo su propio viaje hacia un futuro menos sectario desde el punto de vista social, más secularizado desde el religioso y que ha dejado de estar obsesionado por el futuro estatus político. El éxito de Alianza, que es reveladoramente el partido mayoritario entre las mujeres, se une a una progresiva moderación y feminización de dirigentes en el resto de partidos (incluyendo a la anterior primera ministra unionista Arlene Foster y a la nacionalista Michelle O’Neill que aspira ahora a ser investida como tal). El gran reto es saber culminar ese proceso de reconciliación, y hacerlo en el contexto cada vez más polarizado en que juega hoy la política británica y la mayor parte de las democracias occidentales. Nadie habría pronosticado en mayo de 1972, a las pocas semanas del terrible Bloody Sunday, que la competición centrípeta iba a ser la principal tendencia que marcaría Irlanda del Norte justo medio siglo después.

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