Vox sale en la foto, Feijóo no
El líder del PP se pone de perfil ante la decisión trascendental de abrir a la ultraderecha la puerta a los gobiernos
La frase es de Frank Underwood, el maquiavélico protagonista del drama político de ficción House of Cards: “El poder se parece mucho al mercado inmobiliario. La clave es ubicación, ubicación, ubicación. Cuanto más cerca estás de la fuente de poder, más alto es el valor de tu propiedad”. La pronuncia el personaje mientras saluda a la cámara desde la primera fila de la toma de posesión del nuevo presidente, una ubicación que le permite salir en televisión en segundo plano durante el acto y, por tanto, aumentar su valor político. Ese mismo espacio de poder en la foto, pero en el escenario real de la toma de posesión del nuevo presidente de la Junta de Castilla y León, del PP, lo ocupaba el martes Santiago Abascal, líder de Vox, la primera formación abiertamente ultraderechista con representación parlamentaria en la democracia española desde la coalición en que estuvieron integradas Falange y Fuerza Nueva en 1979.
El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, excusó con una reunión perfectamente aplazable su asistencia y evitó así ser fotografiado con Abascal, pero no logró ocultar que comienza una nueva etapa en la derecha española ante la composición del cuadro en Valladolid: un presidente del PP, Alfonso Fernández Mañueco, jurando el cargo bajo la mirada del líder de Vox, de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, quien ha expresado sin reparos su disposición a colaborar con la ultraderecha, y de Mariano Rajoy, expresidente del PP que pareció ocupar el lugar del viejo PP en eterno viaje al centro. La ausencia del recién aclamado nuevo jefe de todos ellos era tan clamorosa como las presencias en ese acto. De alguna manera remite a la decisión que tomó en su día Pablo Casado de no volver a hablar de corrupción, como si lo que él no mencionaba no existiera. Feijóo parece pretender que si no está en la foto con Abascal el partido que preside no pacta con Vox.
Hasta ahora, Vox ha sido juzgado por su capacidad de distorsionar el debate público y movilizar a un electorado con registros nacionalpopulistas indisimulados. Desde posiciones de ultraderecha, la formación ha forzado las costuras de la cultura política española heredada del bipartidismo, entre la denuncia trumpiana de lo políticamente correcto, la provocación, la brocha gorda y la mala educación. Ayer se abrió otra etapa. Vox tiene ahora responsabilidad de gobierno (la vicepresidencia y las consejerías de Empleo, Agricultura y Cultura). El PP, como facilitador de la coalición, se hace corresponsable de cómo se traduzca su retórica excluyente en el uso del poder ejecutivo para transformar las vidas de los ciudadanos de Castilla y León. La comunidad es desde ahora un laboratorio donde los españoles van a observar la conducta de Vox en contacto con el poder, pero también el comportamiento del PP cuando sus socios desafían su aspiración de apelar a un centroderecha de amplio espectro. Los primeros indicios son desmoralizantes. Ahí están las concesiones programáticas y de discurso hechas por Mañueco en asuntos como la violencia machista o la memoria histórica. Ahí está el Gobierno con menos mujeres de todas las comunidades autónomas. Vox ha dejado claro que sus consejeros hablarán con voz propia, anunciando su intención de disolver la España de las autonomías cuyos empleos se disponen a disfrutar. Toda Europa mira con tensión a Francia donde Marine Le Pen, correligionaria de Abascal, disputa a Emmanuel Macron este domingo la presidencia de la República. Aquí, Feijóo, prefiere mirar para otro lado.
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