Verdaderos hogares
En vez de forzar a los ancianos a adaptarse a las residencias, son las residencias las que deben adaptarse a los ancianos
Los ancianos y personas mayores fueron las primeras víctimas mortales de la pandemia, hace ya casi dos años. Eran el espectro de población más vulnerable al nuevo virus y las cifras de contagios y fallecimientos coparon los noticiarios. Hoy sabemos también que eran el primer aviso trágico de un funcionamiento deficiente de algunas residencias que había pasado inadvertido a la mayoría de la población: el 38,6% de todas las muertes causadas por la covid sucedieron en residencias. La frecuente opacidad en la gestión interna y la falta de un sistema de inspección eficaz son dos de los factores determinantes que han impulsado la voluntad política de reformar su funcionamiento. La población prefiere envejecer y morir en su casa y existen sistemas asistenciales que lo permiten. Pero no siempre puede ser así. El aumento de la esperanza de vida y los cambios en la estructura de las familias conducen a que, incluso ampliando y mejorando los servicios de atención domiciliaria, se necesitarán en el futuro muchas más plazas de residencia. La Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales estima que ahora mismo, atendiendo a las cifras de las listas de espera, serían ya necesarias alrededor de 65.000 más. No solo no están aumentando, sino que desde 2015 cierran residencias y el número de plazas disponibles sigue disminuyendo.
Algunas noticias recientes han agravado la situación. Según cálculos de la confederación de asociaciones de mayores Ceoma, unas 55.000 personas son atadas o sedadas a diario para reducir su agitación en las residencias españolas. La cifra equivale al 17% de la población residente y, según la misma fuente, España es el país desarrollado número uno en el uso de sujeciones, progresivamente descartadas como modo de control o prevención de caídas, autolesiones o movimientos imprevisibles. En la mayoría de los casos puede no haber dudas sobre la conveniencia de esa medida extrema. El problema empieza en las residencias que abusan de las ataduras para compensar plantillas reducidas y la incapacidad de atender adecuadamente a los residentes.
Lo más relevante de los borradores que negocia el Ministerio de Derechos Sociales con las diferentes partes implicadas y las comunidades autónomas es que aspiran a un cambio de enfoque integral sobre las condiciones de vida en las residencias y los métodos de vigilancia sobre su cumplimiento. Algunos países llevan ya años aplicando el criterio de que las residencias no pueden ser centros masificados en los que los residentes se adapten a las condiciones y necesidades organizativas de la institución, sino todo lo contrario: son las residencias las que deben acercarse lo más posible a un hogar. Lo deseable sería la fijación de unas exigencias mínimas y homogéneas para todo el territorio, incluido el límite máximo de plazas (el borrador lo establece en 90), y organizarlas en espacios reducidos de convivencia. Ello exigirá un considerable esfuerzo de adaptación, pues aunque la capacidad media de las residencias en 2020 era de 70,5 plazas, la mitad de los centros existentes se ocupaban con más de 100 residentes. Otros cambios importantes son la exigencia de un porcentaje mínimo de habitaciones individuales —el último borrador propone un 65%— y que los residentes puedan personalizar el espacio y participar en la gestión del centro.
Mejorar la habitabilidad de las residencias para ancianos y personas mayores no puede ser solo un requisito, es una exigencia social y política.
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