Embajadora
Cada uno de nosotros somos un teatro donde sucede esa rareza que llamamos “yo”
Cuando digo que “yo” es un pronombre personal, quiero decir que va en el lugar de mí porque yo no puedo ir directamente a ningún sitio: acude en mi nombre una representación verbal. De ahí que diga “yo sufro”. Si fuera el Papa, diría “Juanjo sufre”, pero incluso “Juanjo” sería una representación de mí. Sólo puedo presentarme representándome, lo que algunos miércoles resulta un poco enloquecedor. El mundo está lleno de yoes y de túes, aunque, en rigor, el plural de yo no es yoes, sino nosotros, y el de tú no es túes, sino vosotros. Otro asunto curioso es que yo y tú carecen de género, al contrario que el pronombre personal de tercera persona (él, ella). El “yo” y el “tú” sirven para el hombre o para la mujer, indistintamente. Por cierto, que, en el formulario de entrada a Bruselas, adonde viajé hace poco, en el apartado del sexo daban a elegir entre las siguientes posibilidades: “Varón, hembra, otros”. Ignoro desde cuándo se incluye el “otros”, pero me pareció un reconocimiento estatal a la otredad. La concepción binaria del mundo se ha hecho añicos. Todo está atomizado. Tal Big Bang no ha alumbrado sin embargo pronombres personales nuevos. Mantengo que entre el “yo” y el “tú”, como entre el “nosotros” y el “vosotros” debería haber un pronombre intermedio, pues “yo” no puedo entenderme contigo sin convertirme un poco en “tú” ni “tú” conmigo sin convertirte un poco en “yo”. Por eso quizá vivimos tan distantes. Hay un profundo abismo entre el “nosotros” y el “vosotros”.
Le vendrían bien unos gramos de otredad al “yo”. Je suis un autre, decía Rimbaud queriendo tal vez significar que él sólo era el escenario del yo. Cada uno de nosotros somos un teatro donde sucede esa rareza que llamamos “yo” y que es una pequeña embajadora gramatical de este conjunto de pasiones y de vísceras, rodeado de piel, al que llamamos cuerpo.
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