La información frente a la lógica de la posverdad
No se trata de volver atrás, sino de frenar los efectos colaterales de este delirio algorítmico sobredimensionado que se expanden como virus sobre las mentes
A veces tenemos la sensación de ser un mero punto de anclaje entre datos que circulan a través de nosotros, para después, una vez se han hecho carne de nuestra carne, ser desposeídos de ellos, perpetua donación indolora. Solo somos rentables cuando nos convertimos en ellos y se nos hurtan. Lo que vivimos, compartimos afirmamos, aquello que consideramos lo más propio, ya no somos nosotros, no nos pertenece, no nos pertenecemos. Consumimos y generamos información como si estuviéramos conectados a una inmensa máquina extracorpórea.
Cada vez más leemos los diarios en la pantalla, la misma en la que alternamos mensajes, links, WhatsApp, Instagram, Facebook… La prensa escrita ha podido superar el reto de simultanear el tradicional papel y el medio digital, pero ahí concluye su similitud con estos otros soportes propiciados por las redes sociales. Porque ambos, la información periodística y la información que nos proporcionan las redes sociales obedecen a dos lógicas completamente opuestas. La filosofía, la ciencia… y en general las disciplinas, digamos, académicas intentan explicar la realidad. Al igual que el periodismo. Este, como afirmaba Pepa Bueno, directora de este periódico, en un reciente e-mail a los suscriptores, pugna por “informar con profesionalidad, con rigor y con honestidad. Y sobreponernos al ruido para ir a lo importante. Buscar, en definitiva, la luz donde hay oscuridad”. Una tarea iluminadora, iluminista, esto es: ilustrada, y como tal anclada en la modernidad.
Sin embargo, la información que emana de las redes sociales vive del ruido, de la reverberación, lo buscan, constituyen un aval de su éxito. Para suscitar el interés de sus receptores se apela al sensacionalismo, a la emocionalidad en un espacio donde el rigor carece de relevancia, al quedar sustituido por la expectativa, por los likes acumulados, por la adhesión y el afán de compartir y multiplicarse. No importa la verificación, porque vemos el mensaje repetido en medios que se copian unos a otros, sin que nunca esa espiral virtual requiera de una comprobación estricta. Surge así lo que se denomina posverdad, la manipulación calculada o la especulación conspiranoica que generan hechos alternativos, pues cumplen intereses ocultos o encajan en la fabulación compartida. Esta es la lógica del imperio digital y del algoritmo: cuanta mayor atención por parte de los receptores, mayor rentabilidad, y ya sabemos que esta opera como el criterio último de validación. Así se densifican los nuevos núcleos de realidad, y, a partir de ahí, los grupos endogámicos cada vez más radicalizados, matriz de populismos, fervores y linchamientos colectivos. Frente a ello, quienes se consideran poseedores de la mesura y de la verdad reclamarán un freno a este crescendo, pero habremos de ser cautos, no sea que por la búsqueda de la verdad demos alas a la cultura de la cancelación. ¿Existe una ética woke o solo una estética? ¿Dónde acaba la autentificación y comienza la censura? El imperio de lo digital tiene una ciberontología propia: es imagen, no concepto; ficción y simulacro, no realidad. O mejor: hiperrealidad, realidad aumentada ¿Quién dijo que lo más real que lo real sea mentira, y más aun si esta funciona? Inmersos en este barullo post-trans-moderno no acabamos de distinguir los hechos de nuestros deseos —o de los deseos de otros que nos convencen de que son los nuestros propios—, subsumidos en una especie de marketing existencial y Final Fantasy.
Frente a todo este espejismo muy siglo XXI —parafraseemos a Ortega una centuria más tarde— el reto de una información veraz, rigurosa y honesta (como la ciencia, el saber o la ética) ha de asumir que el suyo es un afán antiguo, desfasado tal vez, pero no erróneo, y por supuesto necesario. Tenemos ante nosotros la tarea de oponer la voluntad de verdad a la posverdad, los hechos reales a los hechos alternativos. Nos movemos no solo en dos campos distintos, sino en dos lógicas diferentes: la lógica de la información apela a la racionalidad, la del algoritmo a la emoción. Saber esto nos hará más astutos para diseñar las estrategias y retornar al espacio sensato donde las cosas ocurren. No se trata de volver atrás, más bien de no pisar el acelerador, de frenar los efectos colaterales de este delirio algorítmico sobredimensionado, que se expanden como virus sobre las mentes. Ir más allá del imperativo de las emociones y de la ficción es nuestro desafío y para eso necesitamos, sí, como pidió Goethe en sus últimas palabras: luz más luz, y que cese el ruido mientras recuperamos el relato del mundo.
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