La dignidad del turista
El viaje contemporáneo no conoce la demora, pero hay que conceder que no es solo frívolo placer
Despacio y progresivamente, los turistas van volviendo a sus tradicionales hábitats de merodeo. En el barrio de Giudecca de Venecia hay un templo del refinado Andrea Palladio, la Iglesia de Il Redentore, en cuyo interior se lee “Civitas pestis liberata“, es decir, ciudad liberada de la peste. A continuación, figura la fecha en la que comenzó la construcción del templo renacentista, en medio de una epidemia. Hoy, liberadas de la peste de 2020/21, Venecia y las otras ciudades del turismo reciben más y más curiosos, jadeantes y sudorosos curiosos enmascarados.
Hace semanas, me dijeron en un hotel en La Serenísima que el turismo se hallaba en un menguado 30% de ocupación. Hoy, en otro hotel de menos categoría (voy perdiendo dinero), me informan en la Costa Amalfitana que los huéspedes ocupan más de un 50%. Casi liberada de la peste, Europa y el resto del globo, reciben a la masa nómada. Meditemos sobre ella.
Es curioso que el contemporáneo exigente pretenda ser un viajero y nunca un turista, y que ni el más fino esteta consiga estar por encima de esta segunda condición. Casi se podría decir que se trata de dos dimensiones del mismo espíritu nómada, que se dan, en cada cual, en diferentes proporciones. La actitud es, muchas veces la del viajero… pero pronto se cae en el turismo, como se cae en un antiguo defecto, en un atavismo o una maldición.
Nuestros viajes de semanas o días tienen la extensión temporal del turismo, y no la del viaje. Desconocemos la pausa. En el Viaje a Italia Goethe presume de tener el arte de demorarse. En las páginas de ese libro, el 13 de diciembre de 1786 cita desde Roma, una frase de Johann Joachim Winckelmann que él suscribe: “En Roma es preciso investigar todo con mucha parsimonia, de otro modo se corre el riesgo de pasar por francés”. También, con desdén, el romántico alemán escribe: “¡Qué dichosos considero a los viajeros que miran y se van!”.
Para Winckelmann y Goethe el descubrimiento de las culturas extranjeras parece ser una labor lenta. Hoy en día, envidiamos y admiramos el largo lapso de tiempo del que el poeta dispone para viajar entre 1786 y 1788. No podemos imitarle.
Sin embargo, hay momentos en los que el turista sabe que el turismo no es solo un derecho (derecho que ahora recuperamos, igual que el de atender clases presenciales). Es decir, viajar también puede ser visto como un deber, un laborioso deber.
Cuántas veces el visitante, camarógrafo compulsivo, debe refrenar sus apetencias reales para visitar tal monumento o tal museo, cuando, en el fondo, a él las esculturas, o lo que sea que haya allí sobre peana… ¡no le interesan nada!
Algo de deber laborioso detectamos en ese pobre diablo absolutamente ignorante de la colección pictórica de su ciudad de origen que pretende repasar la extranjera. El turismo genuino (el cultural), en verdad, requiere esfuerzo: “¡Hay que culturizarse!”, se dice a sí mismo el ciudadano del mundo tras atarse las playeras, antes de correr a hacer una cola temible. Ahí está la expresión grupal, algo desesperada de: “¡No nos podemos ir sin visitar eso!”. Una versión gastronómica, y quizá no siempre sana, sería: “¡Hay que comer esto!”. El viaje contemporáneo no conoce la demora goethiana, pero hay que conceder que no hay en él solo frívolo placer o beneficio material.
Este mixto de placer y esfuerzo, de derecho y deber, en la mente colmena de la masa aerotransportada nos puede inspirar una seriedad ideológica. Imbuidos por un espíritu cosmopolita genuino, viajamos (nosotros, parte de la masa), para ver lo que hay que ver, con una de esas guías redactadas por un connoisseur, que sí sabrá qué es lo que hay que ver.
Buscamos lo bello, lo histórico, lo importante: somos albañiles disciplinados, esforzados y laboriosos, del proyecto ilustrado que busca un vínculo común entre naciones, un sensus communis de la sensibilidad. He aquí la dignidad del turista. Este y el contenido de sus guías acaso construyen, sin saberlo, una paz perpetua futura. Por otro lado, los más ambiciosos, los aspirantes a viajeros, buscarán desafiar la prescripción canónica de las guías: aspiran a la gloria individual del explorador.
Tenemos, pues, tres principios: el placer, el deber de lo compartido y el deber aventurero para sustraerse de lo común. Las colas ya han vuelto, pero antes de que el 100% de las hordas haya retornado (para entonces, por cierto, yo habré perdido todo mi dinero), quizá queda tiempo para optar por la aventura del explorador. Se puede recorrer un barrio de Giudecca desértico, recién liberado de la peste. “¡He descubierto Il Redentore! ¡Estaba vacío!”, podría decir un viajero hoy, cuando la soledad es aún posible. Eso se dirá el pobre iluso que aspira (en una visita relámpago low cost) a descubrir algo, a dar esquinazo al turista, su rival, su odiado enemigo, su igual.
Álvaro Cortina Urdampilleta es escritor y doctor en filosofía.
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