La fuerza del bambú
Es más importante cuidar nuestro modelo que tratar de exportarlo con arrogancia
Desde la cúpula de la Basílica de San Pedro, se contempla la plaza homónima con su espectacular columnata, con sus brazos abiertos para acoger a los peregrinos y a toda la humanidad. La piedra proyecta las ideas con la misma fuerza con la que puede redimir un imperio. La sed de universalidad es, con sus luces y sombras, una seña distintiva del cristianismo. Pues “solo es católico cabal quien edifica la catedral de su alma sobre una cripta pagana”, decía Nicolás Gómez Dávila. Y así de ligera y pesada podría haber saltado esa idea a la narrativa de Occidente. También lo dijo el viejo Carl Schmitt: nuestra modernidad no es más que la secularización de conceptos teológicos. Pero uno deja de verse universal cuando descubre a los otros. No hay acto más saludable ni más doloroso: salir del henchido ego. Es un baño de humildad difícil de gestionar, aunque quien se ha tenido por portador de una esencia siempre se mostrará al mundo orgulloso como un Lord.
Y esa es la forma en la que cabría mirar la foto de la cumbre del G-7, su obvio reto semiótico. Bajo el cielo nublado de la playa de Cornwall, posa en el centro el excéntrico Boris Johnson, artífice de una de las amputaciones más dramáticas de nuestro siglo. Junto a él, firme y delicado, el anciano Biden, elegido presidente tras el asalto popular al Capitolio. Bernardo de Miguel tituló esa foto El mundo de ayer en un guiño a Zweig, una de las voces más emblemáticas de Europa. Y añadía: “Seis europeos, dos norteamericanos y un solo asiático”. Se formula aquí una pregunta inevitable: ¿Está el G7 en condiciones de representar al mundo? Obviamente, no: uno de cada cinco seres humanos es chino.
La foto simboliza el giro de un Occidente que anheló ser la representación del todo y hoy lucha por reafirmarse como bloque. Las economías más desarrolladas del planeta han admitido al fin su posición relativa. Cuando aspiras a la totalidad, dejas de pensar en cómo te relacionas con el resto, y por eso buena parte de las reuniones se centraron en pensar cómo interactuar con Asia, Rusia o China. Ahora que la universalidad de la democracia se pone en duda, cuando incluso se cuestiona su eficacia y habitamos una confrontación sistémica a la que tenemos que adaptarnos, algo parece que hemos aprendido: la fortaleza de las democracias está en su capacidad de autocorregirse. Flexibles como el bambú, y permítanme el ejemplo, cuando llega un huracán se mueven más que el árbol robusto, pues es en sus raíces hondas, en su institucionalidad, donde reside su debilidad y fortaleza. Porque quizá hayamos entendido al fin que es más importante cuidar nuestro modelo que tratar de exportarlo con arrogancia. Y tal vez, así, su irradiación sea más profunda.
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