Tiene que haber una salida
Bob Dylan cumple 80 años y sus canciones son ya parte de la historia íntima de varias generaciones
Se puede estar caminando tranquilamente por la calle cuando de pronto algo irrumpe y te coge de la solapa y te mete en una canción de Dylan. Su obra está ahí como el telón de fondo en el que personas de distintas generaciones se proyectan y se siguen mirando y explicándose a sí mismas. Probablemente no haya coincidencias muy grandes entre lo que encuentra una y lo que encuentra otra, y la de más allá, en ese inmenso repertorio en el que hay un poco de todo. Bob Dylan ha cambiado muchas veces, pegó frenazos en seco y dio vueltas vertiginosas (como un trompo). Anduvo escapándose de que lo convirtieran en una figura hierática y, por hacerse imprevisible, se metió en numerosos berenjenales. No importa, cumplió 80 años el lunes, así que sigue estando ahí y se le sigue teniendo en consideración.
Lo que sí puede decirse a estas alturas es que sus canciones ya ni siquiera le pertenecen, son de todos, cada uno hace con ellas lo que le viene en gana. Las adora o las vomita, incluso pueden provocar la más perfecta indiferencia. Eso sí, la marca de su estilo permanece más allá de las letras y de los sonidos y se cuela como una parte imprescindible del espíritu de una época. La voz nasal, esa querencia por los requiebros, la armónica, la cosa deshilachada, una íntima convicción en lo que se hace (a pesar de todo), la posibilidad de cambiar y de cambiarlo todo: la carretera, el espíritu nómada, el afán de fundirse con el ancho mundo.
El caso es que, efectivamente, es muy fácil que venga un golpe de aire y aterrices en el mundo de Dylan. Pongamos All Along the Watchtower. “Tiene que haber una salida”, lo dice el primer verso de la canción, y mil veces y en tan distintas circunstancias se repetirá cuantas veces haga falta: tiene que haber una salida. Con lágrimas o dando patadas o a golpe de bastonazos, corriendo por un páramo abandonado o apoyado en una pared bajo un bombardeo de anuncios de neón que parpadean en el centro de una gran ciudad, en la habitación de un adolescente o en la mano de un abuelo que bendice a sus nietos, cruzando una frontera o en la cama de un hospital peleando con la covid.
Tiene que haber una salida, se lo comenta un bufón a un ladrón, y ahí en el minúsculo cruce de palabras entre esos curiosos personajes queda en buena medida resumido el mundo. Jimi Hendrix la grabó en Electric Ladyland, e igual conviene escuchar un momento el lamento de su guitarra para escuchar el lamento del lince al que aluden los últimos versos. Hay algo de desgarro en esta pieza, de trágica y distante y sabia aceptación de las complicaciones de la vida, pero también hay un punto de esperanza. Dylan la hizo y la hizo Hendrix y luego vino Dave Matthews y también la hizo suya como tantos otros. Cada uno a su manera.
La historia de una única canción ya muestra las maneras tan distintas con que cada uno la hace propia. Por eso Dylan es un universo inabarcable que tiene muchos recorridos posibles. “Dos jinetes se acercaban”, dice al final de ese tema, “comenzó a bramar el viento”. Ahí estamos, seguimos mirando desde la atalaya, permanecen inalterables los rugidos que vienen de dentro, y las voces del ladrón y del bufón. Y Dylan mientras tanto, pues por ahí anda. Cumpleaños feliz.
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