Los errores que perpetúan el califato
Dos años después de la caída del último bastión del Estado Islámico, la Unión Europea parece no haber calculado bien el verdadero peligro que entraña perder de vista a los supervivientes de la yihad
Han pasado dos años desde la desaparición del califato del Estado Islámico (EI), y desde la épica estampida de 30.000 yihadistas escondidos en el último kilómetro cuadrado de Baguz. La coalición internacional, una alianza de 80 países comandada por el ejército de Estados Unidos, derrotó por tierra y aire el malogrado proyecto terrorista.
De manera inevitable, este epílogo del califato resultó en la cuota de prisioneros yihadistas más numerosa de la historia: 70.000 personas recluidas en campamentos de detención y edificaciones penales en el norte de Siria e Irak. Entre ellos hay 1.165 ciudadanos europeos que incluyen a tres mujeres, 17 niños y dos hombres españoles, según datos de Egmont Institute. Los mandatarios europeos, ante la amenaza de un atentado futuro o la posibilidad de que se inflame mecha del reclutamiento en las prisiones de su territorio, han impedido a toda costa la repatriación de estos prisioneros calificados como “enemigo público número uno”.
“Lo más lejos posible”, ha sido el lema de ministros, asesores y diplomáticos que se han negado en bloque a facilitar su regreso a la UE. Así, los centros de detención en el exterior se han presentado como la panacea para evitar el contagio del virus del terrorismo, pero la UE no ha calculado el verdadero peligro que entraña perder de vista a los supervivientes del califato.
Los europeos que años atrás abandonaron sus hogares para entregarse al proyecto político del grupo terrorista lo hicieron a escondidas sin hacer partícipes a sus familiares y amigos. Su objetivo era llegar sin ningún contratiempo hasta la frontera turco-siria para adentrarse a pie en un Estado yihadista. Allí llegaron entre los años 2012 y 2016 un total de 5.000 europeos: hombres, mujeres, jubilados, adolescentes, viudas, convictos o buenos estudiantes. El califato les había prometido el perdón de sus pecados, la dignificación de una vida de fracasos, la aceptación en una comunidad, en definitiva, una segunda oportunidad. La administración de ese Estado, bajo la tutela del califa Abu Bakar al Bagdadi, les asignó una vivienda y una tarea —como combatiente, oficial de la policía religiosa, saqueador de fábricas o segunda esposa—, pero también los aprisionó en un territorio en el que caían bombas, en el que no entraban víveres suficientes, en el que vieron morir a sus hijos y donde el intento de fuga estaba castigado con la ejecución.
Históricamente solo tres precedentes bélicos han recibido más reclutas europeos que el califato de Dáesh: la guerra civil española, la revolución rusa y la revolución bolivariana. En el caso del EI, el fenómeno de los llamados foreign fighters ha estado caracterizado por una movilización inesperadamente rápida y superficial. Porque los yihadistas europeos se han radicalizado a golpe de tuit, a través de Internet, en las redes sociales o con los vídeos de YouTube. La generación millennial no conocía las ciencias islámicas, ni la literatura salafista; no visitaba la mezquita, ni conocía los textos del Corán. Por eso su marcha al campo de batalla ha sido excepcional y novedosa. Decenas de adolescentes querían esposarse con un combatiente fornido que habían visto en Instagram, y multitud de jóvenes ansiaban desplazarse a Siria para vestir un uniforme de muyahidín.
Ahora, en los dos años transcurridos desde la caída del EI la crisis de la covid, el auge de la extrema derecha de punta a punta de la UE o la política de contención de EE UU para frenar la imparable influencia iraní han desviado el foco de atención lejos de los presidios de los yihadistas. El ruido de la pandemia ha silenciado las fugas de decenas de familias que han desaparecido de los campamentos para buscar refugio en la clandestinidad del grupo terrorista, como ocurrió en octubre de 2019 cuando 750 prisioneros del campamento Ain Issa huyeron de la artillería de Turquía, o en marzo de 2020 cuando Lubna Fares, madre de tres niños españoles, escapó del campamento Al-Hol. Ahora lo que está en juego es que los remanentes del EI —ocultos en el norte de Siria, Irak, el sureste de Turquía o en Afganistán— reconstruyan poco a poco su proyecto político en la ribera del Éufrates.
Al echar la vista atrás es fácil comprobar que la historia de la yihad tiene una evolución cíclica. Tras un período de conquista de territorios, campañas masivas de propaganda y atentados en Oriente y Occidente, la militancia regresa a una fase en la que permanece oculta para organizarse y pillar desprevenida a la comunidad internacional. Hoy los remanentes del EI están entrando en ese mismo proceso, pero esto está ocurriendo a miles de kilómetros de nuestras fronteras y ajeno a nuestro riguroso control.
En lugar de permanecer encerrados en nuestras cárceles en régimen de aislamiento, los detenidos ocupan unos recintos abiertos en el desierto de Siria bajo la custodia de una milicia kurdo-siria. Y esa es una de las distopías más espeluznantes de la actualidad, donde miles de mujeres y niños conviven en deshilachadas tiendas de campaña, entre callejuelas embarradas y cisternas de agua contaminada. Los menores, que algún día formarán parte de nuestra sociedad, están creciendo entre proclamas antioccidentales, con falta de escolarización y de alimento. Solo en dos años 528 niños han muerto por infecciones o desnutrición.
Pero el destino de los prisioneros europeos no es solo una cuestión de vulneración de derechos o una emergencia humanitaria, sino también es una cuestión de seguridad para la UE. Porque ese microcosmos de los campamentos de prisioneros es el fermento perfecto para la gestación de la futura generación yihadista. Un terreno abonado para la radicalización de menores, las conexiones internacionales (las familias españolas conviven con francesas, alemanas, saudíes o chechenas), la dispersión de los prisioneros, y la utilización de las imágenes de esas prisiones para la captación de nuevos simpatizantes con la causa en Europa.
En definitiva, ¿podría resultar más peligrosa la vuelta de los integrantes del EI que la contención de estos en penales de Oriente Próximo? Los carceleros de los yihadistas, tanto la milicia kurda como el sistema iraquí, están desbordados por sus propios conflictos internos —atentados, agresiones bélicas, asesinatos selectivos, protestas contra la corrupción—. Su inestabilidad no puede garantizar un encierro seguro de la cuota de prisioneros más valiosa para la comunidad internacional. Porque un yihadista disperso en Oriente Próximo es igual a uno que se mueve con libertad en nuestros países.
Naciones Unidas ya ha requerido el desmantelamiento de esos campamentos de detención para la firme contención del terrorismo global. De momento, solo 72 menores y tres mujeres han regresado a Europa, por cuestiones humanitarias, a pesar de la oposición política. Pero las políticas cortoplacistas que hoy se adoptan en la guerra contra el terror volverán en unos años a su ineficacia; seguirán siendo la causa del repetitivo regreso de la violencia y el desdichado proyecto de la yihad.
Pilar Cebrián es periodista especializada en Oriente Próximo y autora de El infiel que habita en mí (Ariel),
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