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Columna
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Un año de teletrabajos forzados

Millones de personas se han adaptado con éxito a un sistema nuevo sin disponer de la formación necesaria, las herramientas precisas ni la cultura empresarial suficiente para dar este salto. Somos más productivos

Nuria Labari
Una mujer teletrabaja desde el salón de su casa.
Una mujer teletrabaja desde el salón de su casa.Susumu Yoshioka/Getty Images (getty)

Este mes se cumple un año desde que más de tres millones de personas ocupadas empezamos a trabajar habitualmente desde casa, un crecimiento del 216,8% respecto de 2019, según un estudio de Randstand. Hoy, casi todos los analistas agradecen el éxito de esta adaptación masiva y forzada a la tecnología, infravalorando a menudo la importancia de las personas en una transformación digital sin precedentes. Millones de teletrabajadores adaptados con éxito a un sistema nuevo sin disponer de la formación necesaria, las herramientas precisas ni la cultura empresarial suficiente para dar este salto. ¿El resultado? Cum laude. En España el teletrabajo nos ha hecho más productivos que la vieja cultura presencialista.

El 66% de las empresas aumentaron su productividad durante el tercer trimestre de 2020 una media del 22%, por encima del 18% internacional y solo por detrás de Alemania. Ante semejantes datos, no faltará quien concluya que en España perdíamos mucho tiempo en el curro. Ya se sabe: el café, la cháchara, el break de la comida o el cigarrillo… Análisis típico de quienes lo miden todo, pero no conocen el asunto a fondo. Porque lo que de verdad ha sucedido silenciosa y eficazmente en nuestro país es un ejercicio de compromiso laboral masivo sin precedentes. Los teletrabajadores lo han dado todo por sus empresas —hasta extremos que estas ni imaginan—, pero también por sus conciudadanos, por sus familias y por la economía de su país. El teletrabajo se ha vivido como un privilegio de seguridad en una situación de pandemia, pero ha sido también un ejercicio de solidaridad y patriotismo. Por eso, un año después, los teletrabajadores forzados se merecen, como mínimo, un aplauso.

Por todas las veces que han perdido la noción del tiempo y del espacio laboral, por la disponibilidad permanente, por descuidar la conciliación familiar en beneficio del trabajo a pesar estar paradójicamente en casa, por mutear la reunión cuando un niño lloraba y hacer malabares para seguir adelante. Por responder al correo desde el supermercado o desde el parque, por poner a disposición de la empresa el ordenador familiar, por convertir el cuarto de los niños en despacho, por la wifi, por hacer públicos todos los rincones de la casa. También por perseguir la excelencia aun cuando el jefe no está mirando, por echar horas de más cuando no había una aplicación destinada a medir el desempeño o el tiempo de cada cual. Por todas las camisas que se han planchado para ir a reuniones importantes con el pantalón de chándal por debajo y por el maquillaje y el ánimo que transmite alguien que se ha tomado el tiempo de acicalarse aún en estos tiempos. Por las contracturas que han ocasionado tantas sillas de cocina reconvertidas para teletrabajar a destajo, por cambiar el gimnasio por una jornada que no conoce hora de cierre, por el fondo de pantalla industrial cuando la propia casa parecía demasiado fea o demasiado pobre para representar los intereses de la empresa. Por todas las personas que siguen poniéndose unas gotas de colonia antes de entrar en Teams, por tantos gestos invisibles destinados a cuidar lo que no se ve. Muchos trabajadores carecían de la cultura digital necesaria para afrontar el reto, pero esta vez no se trataba de presumir en LinkedIn de skills digitales, sino de arrimar el hombro y salir adelante. Y en este sentido, los teletrabajadores españoles han dado una lección de compromiso, resiliencia y capacidad de adaptación.

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Por supuesto, el éxito de este experimento se lo ha cobrado, como siempre últimamente, la tecnología. Hemos asumido que el teletrabajo ha llegado para quedarse y que eso va a costar más dinero que tendremos que invertir, antes que nada, en software, inteligencia artificial, supervisión de procesos a nivel gerencial y aún más tecnología de la comunicación. En noviembre de 2020, Salesforce pagó 23.000 millones de euros por Slack, una aplicación destinada al trabajo colaborativo. Es decir, unos mil millones más de lo que Facebook pagó por WhatsApp en 2014. Cada vez se paga más a la tecnología y menos a las personas. Casi podría parecer que el factor humano se está devaluando justo a la vez que el trabajo se ha vuelto invisible, un asunto realmente peligroso, más aún en una cultura tan presencialista como la nuestra. Los gestores analizan datos y desconocen cada vez más la artesanía y valor humano de la labor. Al mismo tiempo, los procesos de aprendizaje y de transmisión del conocimiento se vuelven ineficaces y lo que podría ser un éxito absoluto corre el peligro de no estar a la altura humana en lo que a gestión de talento se refiere.

Tanto es así que un año después del inicio del teletrabajo estamos a punto de entrar en rendimientos decrecientes. Los empleados de todo el mundo se sienten agotados, aislados, desconectados de su compañía y metiendo más horas que cuando la tarea era presencial. Al mismo tiempo, nadie quiere volver a lo de antes. De modo que el 25% de los empleados dejará su puesto si se elimina el teletrabajo. Al mismo tiempo, parece que el 66,5% de los departamentos de recursos humanos asegura que la flexibilidad se mantendrá tras la pandemia. Ahora bien, hoy ya sabemos que teletrabajo no significa currar desde casa, sino que requiere comunicación, empatía, tecnología y una nueva concepción de la cultura laboral en general. La tecnología lo permite y está claro que los individuos (de todas las generaciones, no solo los jóvenes) han estado a la altura. Pronto llegará el turno de que lo estén las empresas, cuando concluya el estado de alarma y la nueva ley del teletrabajo se aplique al 100%. En ese momento, antes de tomar cualquier decisión respecto a la forma de organizar las tareas tras la pandemia, todas las empresas deberían dedicar un tiempo a decir una sola palabra a los que han cumplido los objetivos desde sus casas: gracias.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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