De ‘viejenials’ a ‘viejunos’: el reto demográfico sobrevuela la pandemia
La elevada incidencia de la covid-19 en los mayores y el inexorable envejecimiento de la población fuerzan a redefinir de manera profunda nuestras miradas y políticas sobre la vejez
Si algo no ofrece dudas es que el presente de la pandemia y el futuro del país peinan canas en abundancia, con más de nueve millones de personas que rebasan los 65 años y que hoy constituyen casi un cuarto de la población. Una proporción que hace 40 años apenas superaba la décima parte y que en 2050 rozará un tercio del total de habitantes, lo que supondrá duplicar su cifra de hoy, doblando igualmente a la población infantil. Y es que, pese al descenso este año de la esperanza de vida debido a la pandemia, esta se sitúa en 85,44 años para las mujeres y 80,01 para los hombres, una de las más elevadas del mundo. Un aumento que se aprecia asimismo en la esperanza de vida a los 65 años (19,2 para los hombres y 23,1 para las mujeres), solo superada en la UE por Francia. Se trata de muchísima gente. Gente, además, a la que el coronavirus ha castigado con extrema dureza, dado que, desde el mes de mayo, el 93,7% de los fallecimientos se han producido en los mayores de 60 años, pese a representar apenas el 20,8% de los contagios. Y quienes vivían en residencias suman más de la mitad del total de muertes por covid-19.
Esta desproporcionada incidencia sanitaria de la pandemia en las personas mayores, junto al inexorable envejecimiento de la población, fuerzan a redefinir de manera profunda nuestras miradas y políticas sobre la vejez. Al menos desde cinco perspectivas: la salud, el envejecimiento activo y sostenible, los cuidados, las brechas (de género, territoriales y sociales) y el uso de las tecnologías.
Empezando por la más obvia: la salud. El envejecimiento está asociado a una media de dos o tres enfermedades crónicas o comorbilidades. Algunas de ellas —de notable prevalencia y fuerte incremento en los últimos años, como la hipertensión, la diabetes y el elevado colesterol— agravan la infección por coronavirus, hasta el extremo de que la cronicidad ha sido la gran protagonista de la pandemia. Por tal razón, cada vez más especialistas señalan la necesidad de trabajar las comorbilidades asociadas al envejecimiento de manera no aislada sino integral y multidisciplinar. Y ello implica apoyar mucho más decididamente la investigación en gerociencia, así como transformar de forma radical los sistemas de prevención y atención de las ¿inevitables? “goteras” de la edad. Otras condiciones como la obesidad y el sedentarismo se potencian también con los años, mostrando una incidencia negativa sobre la extensión y gravedad de la pandemia. Son obesos, por ejemplo, dos tercios de los mayores de 55 años, frente a la mitad del conjunto de la población. Y aunque la salud mental ha sido la gran olvidada en las respuestas a la crisis de la covid-19, no sería extraño que padecimientos como la depresión, que se ceba sobre todo en las mujeres que superan los 55 años, haya repercutido en la falta de resiliencia por parte de muchos mayores que han contraído el virus, traduciéndose en más sufrimiento y pérdidas humanas.
Ya antes de la pandemia, era sabido que la población mayor copa los servicios sanitarios, alcanzando casi el 60% de las estancias hospitalarias y cifras muy superiores en la atención primaria. Pero España se encuentra —con 76,5 médicos de familia por cada 100.000 habitantes— a la cola en la prestación de un sector esencial maltratado por las políticas de austeridad. Con todo, es la atención primaria la mejor valorada por los pacientes crónicos —buena parte personas mayores— en un contexto en que la satisfacción de este grupo con el funcionamiento del sistema sanitario es bastante inferior a la del resto de pacientes. Organizaciones especializadas nos recuerdan que el problema no es solo de recursos sino de modelo. Porque el sistema actual, al estar centrado sobre todo en agudos, apenas considera la demanda no programada ni prevé la continuidad asistencial que requieren unas cronicidades caracterizadas por su recurrencia. Tampoco empodera al paciente mayor en el autocuidado de su salud. Bascula más en el objeto (enfermedad) que en el sujeto (persona) y cuenta con una muy limitada coordinación e interoperabilidad entre salud pública, atención sanitaria, servicios sociosanitarios y servicios sociales. La letalidad por la covid-19 en las residencias de mayores o el colapso de las urgencias de los hospitales por parte de los enfermos crónicos de más edad son apenas la punta del iceberg de un reto (a la vez científico, educativo, sanitario, social, económico, cultural y tecnológico) de un sistema que necesita adaptarse con premura a las realidades de hoy y de mañana.
La segunda dimensión concierne al envejecimiento activo y sostenible, es decir, a la apuesta por una vida activa, plena y sana (o con achaques limitados y contenibles), en particular entre los mayores de menos de 75 años, quienes han aumentado su percepción de buena salud en 15 puntos en los últimos 30 años. Una generación que inicia nuevas actividades después de los 65 años (53% frente a 9,5% en 1993), que quiere participar activamente en la sociedad (43%), que desea residir en su casa el mayor tiempo posible (87%), que tiene vida asociativa (28%) y que se considera viajera (52%). Una generación amiguera que se siente más joven de lo que marca el calendario (89%), que es muy consciente del valor del tiempo, que trabajó duro, estudió, hizo revoluciones, luchó por la democracia y corrió delante de la policía, amó y sigue amando con pasión, mantiene el consumo, rompió moldes y, en muchos casos, tiene una mentalidad más abierta que la de sus descendientes. Una generación pionera que, pese al arduo camino aún pendiente, ha reducido la brecha digital entre el grupo más conectado (16-24 años) y el menos (65-74 años) desde 78,6 puntos en 2007 hasta 35,5 puntos en 2019.
Alrededor de ella se sustenta un ecosistema socioeconómico, que se consolidará más todavía cuando sea reforzado por los numerosos baby boomers que ya están llamando ruidosamente a la puerta. Una categoría de población cada vez más amplia que, sin embargo, es insuficientemente percibida, hasta tal punto que en ella confluyen en este momento presiones contradictorias que necesitarían ser reconocidas y abordadas de manera mucho más consistente. En primer lugar, su posición laboral, que está en el eje del debate sobre el futuro y sostenibilidad de las pensiones, con apenas un 6,5% de personas activas laboralmente entre los 65 y los 69 años. Una tasa muy baja si se la compara con la media de la OCDE, más aún cuando los años esperados de vida tras la jubilación es de 27 años para las mujeres y 22 para los hombres, frente a una media de 22 y 18 años respectivamente en el conjunto de la OCDE. Pero, al tiempo que se intenta estirar la edad de jubilación, diversos estudios (el último de Mercier, del año 2020) nos muestran el considerable crecimiento de las prejubilaciones ¡a partir de los 55 años! en una porción relevante de las grandes compañías españolas. Es esta una medida que se traduce en una expulsión del mercado laboral que va en sentido contrario al aumento de la edad de retiro, en pérdidas de talento y en una discriminación de facto entre los trabajadores de las grandes empresas y todos los demás.
A lo anterior se suma el denominado “edadismo”, que implica dejar de lado e invisibilizar a este vigoroso colectivo (el 71% de los españoles cree que hay prejuicios sobre las personas mayores) y que, no obstante, es altamente apreciado como soporte económico —37,5%— y de cuidado —24%— en ese universo paralelo y vital que denominamos familias. Apremia, en este sentido, un cambio de la percepción social sobre el envejecimiento, así como el impulso de políticas con enfoque generacional. Unas políticas dirigidas a fomentar la participación económica y el aprovechamiento del talento senior, el coliderazgo político y social entre jóvenes y mayores y la apertura de nuevos espacios de diálogo entre generaciones.
La pandemia ha caído como un meteorito en la vida de este ejército de viejenials, convirtiéndolos abruptamente en viejunos. De repente su fragilidad se dispara y pasan a ser grupos de riesgo. El tsunami de la pandemia ataca al tsunami plateado. La sensación de urgencia ante un tiempo que se les escapa definitivamente, la forzada soledad e inmovilidad, el miedo al contagio, una conciencia acrecentada de vulnerabilidad física, la pérdida del sentimiento de utilidad a los demás y un abandono sin retorno de la actividad laboral…todos estos factores combinados están dejando una huella profunda sobre la experiencia cotidiana, los proyectos de vida y la autoestima de este gran contingente humano al que, de puntillas y en silencio, se le ha caído literalmente el mundo encima. Un traspiés del que, por la cuenta que le trae a nuestra sociedad, corre prisa levantarse.
En tercer lugar, tenemos el papel central de los cuidados, una de las espinas dorsales del envejecimiento. Cuidados remunerados —y sobre todo no remunerados— que siguen sin ser reconocidos como parte sustancial de la economía, pero sin los cuales nada funciona, algo que se ha podido comprobar dolorosamente durante el período de confinamiento. Son las mujeres entre 45 y 64 años quienes contribuyen con más de la mitad del volumen del cuidado de mayores en nuestro país y dos terceras partes de los cuidados informales recaen en las mujeres, sobre todo en las hijas, lo cual tiene un gran impacto en sus vidas, trayectorias laborales e ingresos. En cuanto al gasto público en dependencia, conviene recordar que actualmente este se sitúa en la mitad del conjunto de la OCDE, un 48% inferior al promedio de la Unión Europea y más de cuatro veces y media menos que el de un país de referencia como Suecia. Es importante destacar, asimismo, hasta qué punto España —con una tasa de fecundidad bajo mínimos, una de las esperanzas de vida más altas de planeta y que prevé duplicar su tasa de dependencia en 2050— debiera revisar con urgencia la narrativa social y las políticas en torno a las migraciones. Unas migraciones que, en realidad, nos están trayendo una indispensable inyección de juventud y un ejército de cuidadores, la inmensa mayoría mujeres —muchas de ellas sin papeles que trabajan en condiciones abusivas— que constituyen hoy el eje principal del sistema de cuidados remunerados —que no legalizados ni fiscalizados— en España.
En cuarto término, el protagonismo de las brechas de género en el envejecimiento va aún mucho más allá. La vejez es predominantemente femenina, superando en un 32% a los hombres. Y, si bien mueren antes ellos que ellas, las mujeres tienen una esperanza de vida saludable a los 65 años inferior (a diferencia de la media europea, donde la brecha es inversa), la percepción de su salud es bastante más negativa (superando los 12 puntos de diferencia), son casi las tres cuartas partes de las personas mayores que viven solas y disponen de menos recursos económicos. Otra dimensión a considerar es la territorial, configurándose el envejecimiento como uno de los grandes desafíos de la España vaciada, dado que la proporción de personas mayores en las áreas rurales es diez puntos superior a la de las zonas urbanas. Y persisten todavía enormes desigualdades de salud entre las personas mayores en función de otros factores como los ingresos y el nivel educativo. Desigualdades que explican un gap en la percepción de buena salud de 27,4 puntos porcentuales entre los mayores con ingresos inferiores a los 1.050 euros y quienes superan los 3.600. Asimismo, hay una distancia del 23,3% entre las personas de más de 65 años que disponen de estudios básicos respecto a quienes cuentan con educación superior.
Por último, consideramos que el envejecimiento ha de situarse como uno de los principales vectores de la transformación digital en España, mediante una innovadora estrategia integral de “gerotecnologías”. Unas tecnologías que, incorporando las TIC básicas, así como las disruptivas, recorran la investigación científica, los sistemas de diagnóstico clínico, la telemedicina, los robots asistenciales o la coordinación e interoperabilidad de servicios sociales y de salud. Pero, también, la prestación remota de una parte de los cuidados, los dispositivos y hogares inteligentes, los recursos para el aprendizaje, el acompañamiento, el ocio, las relaciones y la participación online de nuestros hombres y mujeres mayores.
El envejecimiento es, no lo olvidemos, el resultado de una enorme conquista social y en nuestras manos está ahora cuidarla, proyectarla y hacerla sostenible. Como también lo está el dejar de despilfarrar el caudal de talento y sabiduría que aportan las personas mayores, sin el cual ningún cambio positivo será posible. Porque, da igual en qué plano nos enfoquemos, la recuperación será intergeneracional o no será.
Este es el sexto de una serie de artículos sobre las consecuencias de la pandemia desde ópticas multidisciplinares elaborados por: Cecilia Castaño, catedrática en Economía Aplicada en la Complutense de Madrid; María Ángeles Sallé, doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Valencia; Capitolina Díaz, catedrática de Sociología en la Universidad de Valencia y Nuria Oliver, doctora en Inteligencia Artificial por el MIT, cofundadora y vicepresidenta de ellis.eu.
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