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Tribuna
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Libertad de expresión: crimen y palabra

Una sociedad que castiga en exceso el empleo de palabras no reafirma serenamente sus valores, sino que expresa en la pena inseguridad y miedo. Ya es hora de abordar la reforma del Código Penal

Manuel Cancio Meliá
Reforma Codigo Penal
SR. GARCÍA

Casi al mismo tiempo, la presidencia del Gobierno y el grupo parlamentario de Unidas Podemos han anunciado iniciativas legislativas que afectan a los delitos que criminalizan determinados actos de comunicación. Ambos pretenden recortar el alcance de estas infracciones, aunque parecen proponer vías diferentes: por un lado, el Gobierno, sin concretar una propuesta legislativa articulada, anuncia que impulsará una reforma respecto de los “excesos” en el ejercicio de la libertad de expresión, restringiendo “claramente” la reacción del sistema penal a casos en los que hay una creación de un “riesgo para el orden público” o “la provocación de algún tipo de conducta violenta”, y ello con penas que no sean privativas de libertad. Además, la posición del gobierno es que aquellas manifestaciones que sean vertidas “en el contexto de manifestaciones artísticas, culturales o intelectuales” permanezcan “al margen del castigo penal”. Afirma que el “derecho penal ni es la herramienta más útil, ni es necesaria, ni es desde luego proporcionada para responder a comportamientos que, aun pudiendo rozar la ilicitud, su castigo penal supondría un desaliento para la libertad de expresión, tal y como han declarado el Tribunal Constitucional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la Unión Europea y la mayor parte de la doctrina española”. Por su parte, Unidas Podemos ha presentado ya una proposición de ley mediante la cual se pretende derogar varias figuras delictivas en este ámbito: la de injurias a la Corona y a diversos colectivos que representan al Estado; el delito de ofensa de los sentimientos religiosos mediante escarnio de las creencias de tal índole; la figura de los ultrajes a España; y, finalmente, el delito de exaltación del terrorismo o humillación a sus víctimas. En opinión de los proponentes, en España “se están utilizando tipos penales totalmente obsoletos, no ajustados a la Constitución Española e impropios de una democracia desarrollada. Así, estaríamos hablando de delitos que chocan frontalmente con la libertad de expresión desde su propio enunciado y que procede derogar”.

¿Está justificada una reforma en este ámbito? ¿Es cierto que en España hay una anomalía tan grave en la zona de conflicto entre libertad de expresión y derecho penal?

Para responder a estas cuestiones hay que partir de que, en efecto, en los tribunales españoles hay una aplicación más intensa y más extensa de delitos que criminalizan determinados actos de comunicación que en los países de la UE más próximos. Resuenan en este sentido, como destacan ambas iniciativas, las condenas a España por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, producidas en varias ocasiones, y el reciente escándalo de la orden de ingreso en prisión de un músico, Pablo Hasél, condenado por delitos de esta índole.

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Esta constatación, sin embargo, puede tener varias explicaciones: en particular, que existan conductas relevantes en la realidad, es decir, una especial conflictividad en este ámbito en España que no es común en aquellas jurisdicciones, esto es, que se castigue más porque sencillamente se cometen más conductas de relevancia delictiva. A mi juicio, sin embargo, no parece ser este el caso. Lo que lleva a esta anomalía española es una legislación diferente de la de otros países de nuestro entorno —más extensa y menos clara—, junto con una actitud de decidida persecución por parte de la fiscalía, y una notable falta de claridad en la jurisprudencia en torno a las líneas directrices con las que interpretar estas infracciones.

En cuanto a lo primero, por un lado, el Código Penal español criminaliza algunos comportamientos que, con carácter general, no son delito en otros ordenamientos. Así, por ejemplo, y muy especialmente —pues ha supuesto un notable número de procesos penales muy controvertidos en estos últimos años— no existe en ningún ordenamiento próximo un delito de enaltecimiento del terrorismo/humillación de las víctimas como el que se introdujo en el año 2000 en el Código español. Este delito viene usándose de modo verdaderamente inflacionario, en una clara banalización del terrorismo, precisamente una vez que ETA dejó de actuar y respecto de personas que hacen uso de un lenguaje tremendista en redes sociales (sin conexión con ninguna organización), y con un sesgo evidente en la actividad de búsqueda de manifestaciones relevantes por parte de la policía (como mostró la llamada operación Araña en el anterior Gobierno), que sólo buscaba una determinada clase de exabruptos en la red. Por otro lado, los ordenamientos de nuestro entorno —muchos de los cuales conocen delitos de ultrajes a los símbolos del Estado, de apología del terrorismo o de injurias al jefe del Estado— incorporan algunos requisitos en cuanto a la intensidad de la conducta que llevan a una aplicación mucho más reducida en número de casos y en gravedad de las penas impuestas. Así, por ejemplo, en Suiza es delito ofender a los símbolos de la Confederación o de los Cantones, pero solamente cuando se lleva a cabo respecto de banderas o escudos colocados en un edificio oficial; en Alemania se pena el uso de símbolos de organizaciones políticas declaradas inconstitucionales o prohibidas, pero se indica expresamente que el comportamiento no será delictivo si el comportamiento “sirve a la ilustración de la ciudadanía, a la defensa frente a planes contrarios a la Constitución, al arte o a la ciencia, investigación o enseñanza, a informar sobre noticias actuales o de la historia o a fines similares”, o se exige que para castigar la incitación al odio racial, esta se haya hecho “de un modo idóneo para perturbar la paz pública”. Muchas de las condenas más escandalosas en España de los últimos años no se habrían dictado con estos requisitos de gravedad, ausentes de la legislación española.

Sin embargo, ¿bastará con una reformulación de estos delitos, introduciendo requisitos de gravedad y bajando las penas? ¿O sería necesario derogarlos sin más, como propone Unidas Podemos?

El problema de fondo que está detrás de la política legislativa en esta materia es viejo y novísimo. Es viejo porque desde el siglo XIX, los límites de la libertad de expresión marcan la identidad —más o menos libertaria— de los regímenes occidentales. Y es novísimo, como todos sabemos, por la potencia que ha otorgado la existencia de Internet a la comunicación al margen de los canales de los medios de comunicación tradicionales. En Internet se hace propaganda para Daesh u otros grupos terroristas, por ejemplo, supremacistas blancos, por Internet se llama a hacer batidas frente a migrantes en Gran Canaria, en Internet se difundió el llamamiento del anterior presidente de EEUU a acudir al Capitolio. Está claro que la palabra puede ser criminal. Y también que todos los regímenes autoritarios lo primero que hacen es amordazar la palabra. Pero, ¿cuáles pueden ser delito en un ordenamiento legítimo, de libertades?

Puede decirse que la razón principal por la que se pena en un país como el nuestro una comunicación es por el riesgo que esta pueda generar, por la violencia que la palabra puede traer. Es esta la idea directriz del Tribunal Constitucional cuando anuló la sentencia del Supremo que condenó a César Strawberry por un delito de enaltecimiento: sólo lo que puede generar riesgo a futuro puede dar lugar a responsabilidad criminal, y hablar (aunque sea de modo escandaloso) de cómo murió el presidente del Gobierno de la dictadura militar en 1973 no da lugar a tal riesgo. También hay algunos pocos casos en los que se pena lo insoportable, lo tabú, sin referencia al futuro. Así, cuando se considera delito la profanación de cadáveres, o cuando se criminaliza la pornografía “infantil” generada por ordenador, sin necesidad de que ningún ser humano se vea afectado. Lo esencial está en ver que cuando se pena en este ámbito, en el de la comunicación, ello es expresión de un punto débil -real o emocional-de la sociedad que castiga. Una sociedad que castiga con exceso por palabras no reafirma serenamente sus valores, sino que expresa en la pena inseguridad y miedo. Hay que evaluar el grado de debilidad para decidir la extensión y la intensidad de la respuesta.

Así, está claro que en lo que se refiere al delito más importante en este ámbito, el de enaltecimiento del terrorismo, aprehende conductas que deben ser consideradas delictivas (como, por ejemplo, la de captar adeptos para una organización terrorista; o la peculiaridad española de acosar a los familiares de víctimas de atentados terroristas). Sin embargo, no hace falta una norma de estas características para castigarlas —el adoctrinamiento mediante enaltecimiento ya constituye un delito de colaboración, tanto en España como en otros ordenamientos de la UE— y las injurias a las víctimas pueden ser tratadas como tales: no necesitamos el delito de glorificación. Tampoco necesitamos un delito de injurias a determinados organismos públicos, y, menos aún, para el jefe del Estado. Como ciudadano, goza ya de la protección penal general de su honor. Y como institución, debe poder ser sometido a crítica. No debe quedar nada de la majestad de la Corona en este sentido en una monarquía parlamentaria. Tampoco parece necesario que tengamos un delito específico de injurias a los sentimientos religiosos, habiendo una protección robusta de los actos religiosos y de los fieles, y, desde luego, sólo un complejo de inferioridad grave puede llevar a sacralizar la bandera y los símbolos de España de tal modo como para criminalizar los “ultrajes”. Se haga lo uno o lo otro: ya era hora. Y es de suponer que el PSOE ha visto la luz y se olvidará de criminalizar el enaltecimiento del franquismo, como propuso ahora hace un año, ¿no?

Manuel Cancio Meliá es catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid y vocal permanente de la Comisión General de Codificación.


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