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Columna
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Flipada

La ciudad reconvertida en anuncio también me lleva al límite entre la realidad y la ficción, y a cómo ese límite afecta al concepto de verdad

Marta Sanz
Vodafone pagó tres millones de euros por patrocinar una línea de Metro.
Vodafone pagó tres millones de euros por patrocinar una línea de Metro.

El otro día salí a dar un paseo y sentí que estaba dentro de La La Land o de Mouline Rouge, que es una peli que parece un anuncio de turrones a lo bestia, con espumillón y fuegos artificiales, y siempre vuelve a la casa de mis recuerdos por Navidad… Yo miraba, desde el deslumbramiento mágico, como la niña del anuncio de un gran almacén que acaba encerrada en las páginas de un libro móvil, tridimensional y desplegable, dentro de una ciudad de azoteas y elfos. Pum. Las páginas del libraco se cierran y la niña se queda dentro. Es una mosca aplastada por la fantasía. El pum me orientó. Me acordé de que los reyes son los padres —lo sabe Felipe— y yo no era Emma Stone ni Nicole Kidman: yo era una señora, que no sabía bailar claqué, y caminaba por una calle lindísima transformada en el anuncio de una productora. Farolas, bolardos, balcones, tiendas y vecindad. La raja de cielo, que separa las fachadas de la calle estrecha, se había transformado en alfombra de luz. La colorida ola le daba a la noche un aire irreal. Mi barrio es simulación —en diferido— de lo que fue.

La ciudad reconvertida en anuncio, en material persuasivo, en ficción publicitaria destinada a la venta de humo o telefonías —¿recuerdan la estación Vodafone Sol?—, me llevó a reflexionar sobre lo general y lo particular: si toda la urbe es un anuncio no institucional, ¿cómo no va a ser privado todo lo que contiene? A su vez, lo privado es tan deseable como la materia de los sueños de la publicidad. En un movimiento inverso a la ampliación de espacios y servicios públicos —habitados por gente con la mascarilla llena de mierda, pobras, gordos, disléxicas, viejos…— vivimos dentro de un spot: dermatólogos bellísimos nos curan los granos a través de videollamadas y, si te pinchan, no te sale sangre. Mientras, alas enteras de hospitales públicos se quedan vacías y a su personal se lo trata como ganado. Como soy de letras, la ciudad reconvertida en anuncio también me lleva al límite entre la realidad y la ficción, y a cómo ese límite afecta al concepto de verdad. A lo que queremos creer: nuestras ciudades son anuncio de colonias y pizzas —los anuncios de pizzas son de un admirable costumbrismo— mientras las colas de hambre alcanzan dimensiones vergonzosas; los feminicidios son crónica de sucesos y no violencia sistémica; en las televisiones, las psicofonías se tratan como material informativo de primera magnitud y a la información sobre el coronavirus se le da el tono espectacular de las psicofonías. Se producen dos efectos perniciosos: la ficcionalización de la pandemia —¿será pandemia o niña de la curva?— y la simultánea producción de un miedo inasumible contra el que la estrategia para resistir a menudo es no creer. Más tarde, mis primas me ponen unas gafas de realidad virtual. Y vuelo. Pero, como sé que mi vuelo es fantasía, si algún día vuelo de verdad puede que no lo crea. Rajoy fue un iluminado en su mestizaje de lo falso y lo verdadero, en el uso de una fórmula de desrealización característica de la literatura merlinesca: “Todo es falso, salvo alguna cosa que es cierta”. El tío, en su ir volviendo, la clavó. Rajoy, te recordamos. Hoy, al mirar las bombillitas de la calle, tengo un vahído al ver cómo mi propia mano se desmaterializa. Luego se me abre la boca y ya no la vuelvo a cerrar. Lo flipo.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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