Estatuafobia
Las ciudades meditan qué hacer con estos símbolos de un pasado que no resisten el filtro del presente
Junto a la placeta, la estatua de bronce representa a tamaño real a un hombre sentado que manipula una cesta: lleva gafas, bigote y sombrero. Homenajea al artesano Eulogio Concepción y a la cestería tradicional del lanzaroteño valle de las mil palmeras. A pocos metros, más arriba, entro en un pequeño taller. En una silla baja, un anciano con gafas, bigote y gorra corta enérgicamente hojas de palma con un cuchillo largo y afilado. Es Eulogio, y por un instante siento que he cruzado la puerta del tiempo del alquimista de Ted Chiang. El hechizo se desvanece cuando el artesano empieza a lamentarse: la estatua está bien, claro, un honor, pero como las palmeras están protegidas, le falta pírgano para hacer su trabajo. Tiene 87 años, es el último cestero de Haría.
En 2020 cientos de estatuas fueron derribadas, vandalizadas o decapitadas al calor de las protestas antirracistas: del General Lee, del esclavista Colston, de Colón o de Churchill. La Fundéu incluyó estatuafobia —aversión o rechazo a las estatuas— dentro de la lista de candidatas a palabra del año, la única no vinculada al coronavirus. Trump, que jugó con la idea de tallar su rostro de piedra en la piedra del Monte Rushmore, firmó una orden para castigar con diez años de cárcel a los profanadores de efigies. Mientras, las ciudades meditan qué hacer con estos símbolos de un pasado que no resiste el filtro del presente.
En algún momento también nosotros querremos dejar legado de estos tiempos. ¿Qué estatuas levantaremos y a quién? ¿A Li Wenliang, el médico chino que alertó de lo que venía? ¿Al personal sanitario? ¿A los científicos que crearon la vacuna? Las gestas colectivas tienen peor concreción en piedra o metal, pero quizá pervivan mejor en la memoria que las unipersonales. Quizá los hiperliderazgos y las estatuas que los representan estén, como el oficio de cestero, en extinción.
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