A la integración por la desintegración
La UE debería aplicar el principio de “el que lo prefiera que se venga de fiesta y los demás haced lo que queráis”


Cantan al alimón Gloria Trevi y Alejandra Guzmán “desde que te fuiste la vida se me fue… pero poniendo más buena”. Ambas le dan la vuelta a una letra donde en los primeros compases parecía que primaban el estupor, el desengaño y la decepción ante una ruptura amorosa... y nada de eso. Con el Brexit consumado y Reino Unido saliendo por la puerta con la maleta tal vez haya llegado la hora de darle una vuelta a la idea misma de una Unión Europea que lleva ya demasiados años entonando más bien el “no te vayas todavía, no te vayas por favor”, tremendamente paciente ante los cada vez más socios empeñados en demostrar lo a disgusto que están en ella y centrada en la estrategia de no dejar a nadie atrás en vez de acelerar el paso proclamando aquello de “el que lo prefiera que se venga de fiesta y los demás haced lo que queráis”.
Cada vez que se ha puesto sobre la mesa la idea de una Europa “a dos velocidades” uno de los argumentos en contra ha sido que crearía una importante desigualdad dentro del proyecto común que, entre otras cosas, tiene como objetivo precisamente reducirla entre sus socios. Como un pelotón ciclista que se rompe, los países del primer grupo acelerarían su proceso integrador y por tanto su bienestar, mientras los del segundo, bastante tendrían con intentar alcanzar a los primeros, con el correspondiente discurso sobre lo injusto de la situación, resoplando ante cada repecho e incluso con el temor de quedarse descolgados hasta del pelotón de los rezagados. Probablemente “a la integración por la desintegración” no sea un buen plan, aunque como decía el ajedrecista Frank Marshall es mejor un mal plan que no tener ninguno, que es lo que a veces parece.
Pero la idea de las dos velocidades —eufemismo fantástico para no hablar de divisiones, categorías o clases— no es tan mala. Pero ojo, la clave no es la riqueza, como se suele entender la clasificación, sino el grado de compromiso. No se trata de cumplir unos requisitos previos y decidir entonces si se forma parte del grupo o no —que es lo que sucedió, por ejemplo, con la introducción del euro— sino de estar dispuestos a tomarse en serio el proyecto, no tener miedo ante las reformas necesarias para estar en el grupo, ni egoísmo ante las cesiones requeridas, ni pesimismo ante dificultades y críticas. Así, un grupo eficaz que obtuviera resultados tangibles actuaría de imán para para aquellos que hubieran preferido quedarse fuera de ese compromiso. ¿Acaso no es así como fue creciendo el Tratado de Roma desde 1957? ¿Cuándo se decidió cambiar de estrategia o “en qué momento se jodió el Perú”, que escribiera Vargas Llosa?
Construir una Europa lista para el siglo XXI y el XXII y que no “se convierta en un museo” como acaba de advertir Macron, no estriba en evitar que nadie se descuelgue, sino en no tolerar que quienes no quieren ir a la fiesta consigan que ninguno vaya. El Brexit es una gran oportunidad para recordar a los que todavía están dentro que ahora es cuando a Europa la vida se le puede poner buena.
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