‘Corona’, la palabra del año
El Rey hubiera obtenido los aplausos y adhesiones de los unos o los anatemas y críticas de los otros con independencia de lo que dijera. Divisiones tan viscerales y arraigadas no se dejan reconciliar por medio de la palabra


El 2020 fue el año de la devastación sanitaria y económica; también el del primer Gobierno de coalición de la democracia del 78 y el de los escándalos de don Juan Carlos. Y, como no podía ser de otra manera, estos tres elementos convergieron sobre el último acto político del periodo, el discurso del Rey. Nuestra palabra del año no puede ser más que esta, corona. Por el coronavirus y por la Corona como institución.
Lo que debería haber sido un discurso navideño más del jefe del Estado se sujetó así a un escrutinio inédito desde la restauración de la Monarquía en España. Sobre él confluyó también la mayor seña de identidad de nuestra política en los últimos años, la división. Lo que para algunos se presentó como un discurso magnífico, el más adecuado posible ante la situación de angustia colectiva que seguimos viviendo, para otros resultó del todo insuficiente ante la dimensión del escándalo del Rey emérito. La impresión que queda, que traslada otro de los signos de nuestro tiempo, es que al final no importaba tanto lo que se decía cuanto el quién lo decía. El Rey hubiera obtenido los aplausos y adhesiones de los unos o los anatemas y críticas de los otros con independencia de lo que dijera. Divisiones tan viscerales y arraigadas no se dejan reconciliar por medio de la palabra.
Ni, tal parece, tampoco por la situación objetiva del país. El año que ahora llega a su fin ha acabado siendo de los más divisivos justo cuando más necesitados estábamos de actuar unidos y cohesionados. Divisiones en todos los frentes: dentro del Gobierno, entre Gobierno y oposición, entre Administración central y comunidades autónomas, al menos al principio. Recuerden los espectáculos a los que hemos asistido en las Cortes, una verdadera escenificación de conflictos que a veces llegaron a bordear los discursos del odio. Y todo ello ante una de las peores gestiones de la crisis de nuestro entorno, que salpicaron tanto al Gobierno como a la oposición, y obligaba a hacer balance de nuestras deficiencias y poner todos los medios para superarlas; que, al contrario de lo que realmente sucedió, se situara el interés general por encima de los distintos intereses de partido.
Los antropólogos dicen que todas las grandes crisis exigen ser sublimadas mediante algún acto sacrificial, necesitan algún chivo expiatorio. La crisis del coronavirus parece haberlo encontrado, al menos por parte de algunos, en la Corona, curiosamente la única institución que carece de poder político efectivo. Urge, desde luego, la clarificación de los escándalos y una nueva regulación de su régimen para evitar este tipo de situaciones. Y sus defensores deberían ser los primeros en exigirlo, en vez de legitimarla como si se tratara de una institución sacra. Lo sorprendente es que, por una hábil estrategia de enmarque o framing, al apuntar sobre ella, ya sea mediante la crítica acérrima o la loa destemplada, ha acabado sirviendo para encubrir a otros actores o instituciones que sí eran responsables de la gestión de la crisis. A estos todavía no los hemos visto entonar el mea culpa. La diferencia entre el discurso de un rey y las decisiones de los políticos es que estas últimas sí nos cambian la vida. Nadie debe escaparse del rendimiento de cuentas.
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