Navideña
Me ha llegado un pelín tarde el momento de asistir a la destrucción de las rancias tradiciones. Pero ha llegado y le doy gracias a Dios porque, pese a mi escucha atenta de Radio María, el socialcomunismo me ha abducido
Siempre nos quejamos de que la Navidad empieza demasiado pronto. El alumbrado de la calle y las ofertas que ahora se adquieren un día con nombre en inglés y en negro. Qué tiempos más raros. Aprendo en una galleta de restaurante chino que las crisis son una oportunidad. Vivimos una crisis global de salud y yo voy a aprovecharla. Me subo al maletero del despacho de mi difunto Luis y saco la caja con las figuritas del Belén. Bajo los discos de 45 revoluciones con villancicos de Marisol. Lo pongo todo encima de la mesa camilla. Y ahí se queda. Porque bajo al mercado para comprar las viandas de la celebración. Este año están a muy buen precio. Percebes y una centolla. Besugo de roja agalla. Odio los polvorones. Meto mis trofeos en la nevera. Hay que preparar las cosas con tiempo. Rebusco en el armario, y elijo una camisa con lazada y unos pantalones elegantes. ¿El toque festivo? La mascarilla con sonrisa de lentejuelas. Pondré dispensadores de hidrogel en cada velador. Con cuidadito, vuelvo a subir al maletero y bajo el bingo. La fervorosa Navidad de Misa del Gallo se salpimienta con pequeñas ludopatías y un trato promiscuo con el alcohol. Olvidaré mi pastillero.
Comienzo a hacer llamadas. Primero llamo a Sofi: “Nena, este año va a ser mejor que cada uno se quede en su casa…”. Luego a Esther: “Es por mi salud, piénsalo, hija”. Por último, me atrevo con Mireia, la más espabilada: “Si quieres venir tú, ven, pero no traigas a los niños, porque los achucharé, que con la celebración a una se le olvida todo o, mira, mejor, haceros todos una CPU antes de venir…”. Mireia protesta: “Una PCR, mami…”. Al final, entiende que las familias tenemos que protegernos porque somos lo que más queremos en el mundo. Nos queremos muchísimo. Ha quedado claro y yo me he quitado un peso de encima. Como el que he sentido que se quitaba Mireia al conformarse: “Cuando nos vacunemos…”. Hasta el moño debía de estar Mireia ayudándome a preparar canapés y, cuando nos vacunemos, ya veremos. Ahora me bajo a merendar con mis amigas. Nos quitamos la mascarilla higiénica y masticamos merengues. Mascarilla y merengue no son compatibles. Estamos en un interior porque es invierno y no estamos locas: en cuanto acabamos de masticar, nos volvemos a enmascarar. A mis amigas no las quiero tanto como a mis niñas, aunque me río mucho más con ellas, así que somos razonablemente cautas. Pero sin histerias genealógicas ni sagrados lazos de sangre: “Quita, chica, qué disgusto, ¡que te contagie un nieto!”. Con mis amigas transformaré mi piso en casino el día de Nochebuena. Estos tiempos distópicos cambian el significado de las palabras. Se lo he explicado a mis hijas: “Quererse es no tocarse. Mantener las distancias”. Van a ser unas Navidades verdaderamente amorosas y familiares. Por omisión. Unas Navidades en las que por fin haré lo que me dé la gana. Joder —sí, joder— qué descanso. Tiro a la basura las porquerías que he bajado del maletero, menos el bingo. Me voy a zampar el besugo. Me ha llegado un pelín tarde el momento de asistir a la destrucción de las rancias tradiciones. Pero ha llegado y le doy gracias a Dios porque, pese a mi escucha atenta de Radio María, el socialcomunismo me ha abducido: me invade el deseo irreprimible de darle la vuelta al crucifijo del despacho de mi difunto Luis.
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