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Tribuna
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‘Islas jaula’

La resistencia a derivar a la Península a los inmigrantes llegados a Canarias complica la crisis

Blanca Garcés Mascareñas
Un inmigrante es desembarcado en el muelle de Arguineguín en la isla de Gran Canaria.
Un inmigrante es desembarcado en el muelle de Arguineguín en la isla de Gran Canaria.BORJA SUAREZ (Reuters)

El muelle de Arguineguín en la isla de Gran Canaria es ya el símbolo de la última crisis de recepción vivida en las fronteras externas de la Unión Europea. Los números explican una parte: en lo que va de año, las islas Canarias han registrado la llegada irregular de más de 18.300 personas, más de la mitad en los últimos dos meses. También tiene que ver con la falta de previsión de las Administraciones y la descoordinación y falta de acuerdo patente dentro del Gobierno español, especialmente entre el Ministerio del Interior y el de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones.

Pero hay una razón más fundamental si cabe para explicar esta crisis de recepción: la resistencia a derivar a los recién llegados hacia la Península. Se estima que solo se han transferido un 10% de los que han llegado este año a las islas Canarias, a pesar de que muchos de los recursos de acogida de la Península están libres. Esa es una diferencia fundamental respecto a la crisis de los cayucos de 2006, cuando las derivaciones (con más o menos retraso) sí fueron la norma. Otra diferencia es que ahora todos tenemos en mente los campos de refugiados de las islas griegas. En alusión a ello, la diputada de Coalición Canaria Ana Oramas recordaba en el Congreso de los Diputados que las islas no son “una jaula”.

Lo cierto es, sin embargo, que el ministro del Interior Fernando Grande-Marlaska insiste en retener ahí a los inmigrantes. Aunque los motivos para emigrar están más en origen que en destino, argumenta que las derivaciones a la Península podrían tener un efecto llamada sobre los que todavía están por salir. También recuerda reiteradamente que la negativa a las derivaciones no es solo suya, sino que forma parte de una política europea. Aunque no ha habido declaraciones oficiales al respecto, es cierto que el recientemente presentado Pacto Europeo de Migración y Asilo propone lo mismo: crear espacios cerrados en frontera para determinar de forma rápida quiénes pueden ser sujetos de procesos de protección internacional y quiénes, no siéndolo, serán inmediatamente retornados.

Aquí está, de hecho, la gran falacia detrás de estas políticas de contención. Aunque la Comisión Europea y sus Estados miembros llevan tiempo insistiendo en el retorno como pieza clave de su política migratoria, los datos muestran que no funciona. Tal como recordaba la propia Comisión Europea, solo un tercio de los que reciben una orden de expulsión son finalmente retornados. Estos bajos porcentajes tienen que ver, entre otras cosas, con que los países de origen y tránsito (incluso cuando existe un acuerdo) no siempre colaboran. Y ahora tienen dos motivos más para no hacerlo. Primero, las restricciones a la movilidad impuestas por el contexto de pandemia. Y segundo, tal como hemos visto en Senegal, una población cada vez más indignada que empieza a culpar a las autoridades por su silencio y responsabilidad.

Estas políticas de contención tienden, además, a crear agujeros negros de derechos fundamentales. A menudo, falla la asistencia jurídica y el derecho a la protección de refugiados y menores. Fallan también las condiciones de acogida. Basta recordar la situación de hacinamiento, insalubridad e inseguridad en algunos de los centros de “acogida” en frontera. Cuando las deportaciones se hacen de forma exprés, suele fallar también la indispensable intervención de los servicios de tutela jurídica. No es cuestión de gustos. Se trata de cumplir escrupulosamente la legalidad, pues la alternativa, en un Estado democrático, está fuera de discusión.

Finalmente, las políticas de contención no solo afectan a los inmigrantes, sino también al conjunto de la población. La miseria de los que (mal)viven dentro de los campos acaba afectando también a las vidas de los que viven fuera. Con la sensación que el Gobierno y la UE les han dejado solos, estos últimos tienden a culpar a los inmigrantes de todos sus males. Es una guerra entre pobres y olvidados. Es un conflicto sin fin, puesto que la solución no está en manos ni de unos ni de otros. Aunque se dé en los márgenes geográficos, aquí no hay políticas de contención que valgan, pues sus efectos (en forma de votos hacia la extrema derecha) llegan tarde o temprano al centro.

Lesbos, Samos, Ceuta y Melilla y, ahora también, las islas Canarias tienen en común ser espacios de contención en las fronteras externas de la Unión Europea. Más allá de retener a los inmigrantes, en estas islas jaula se cruzan muchas de las crisis que afectan actualmente a Europa: la crisis demográfica de una Europa vacía o vaciada que expulsa a sus jóvenes; la crisis económica de aquellas zonas afectadas por la desindustrialización o los procesos de globalización y, a menudo, excesivamente dependientes del monocultivo del turismo; la crisis política de unos ciudadanos que se sienten desatendidos por sus representantes políticos, y finalmente, la crisis migratoria, que siendo la menos grave es al mismo tiempo la más visible, con lo que el inmigrante suele convertirse en cabeza de turco de todo lo demás. Sin duda, son demasiadas crisis para tan poco espacio.

Blanca Garcés Mascareñas es investigadora sénior, CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs).


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