El legado de una concejala asesinada inspira el voto en Brasil
Símbolo de resistencia, Marielle Franco es la principal antagonista de Bolsonaro y su proyecto de poder
Las elecciones municipales del 15 de noviembre son para Brasil lo que las elecciones presidenciales de Estados Unidos fueron para el mundo. Mostrarán hacia dónde se dirige el país desde que el Gobierno lo ocupó y pervirtió un mentiroso con intenciones genocidas. Claro que el 2022 será el momento decisivo, por la posibilidad de sacar del centro del poder no solo a Jair Bolsonaro, sino también todo lo que representa. La resistencia, sin embargo, se expresa en la pequeñez de los días y se ejerce en el suelo de las ciudades: en cada comunidad, en cada favela, en cada río. La política, más allá de los partidos, se entreteje en la vida cotidiana. Las elecciones del próximo domingo mostrarán cuál es la temperatura del movimiento de brasileños anónimos en la suma de estas pequeñas acciones y reacciones. Expondrán cuánto podrá una parte de la población enfrentarse al autoritarismo de Bolsonaro también en el campo de la política institucional y mantener la lucha incluso en el luto. Señalarán, sobre todo, cuánto vive y resiste y avanza el legado de Marielle Franco.
Bolsonaro y el bolsonarismo, la criatura más importante y posiblemente más longeva que el creador que le presta el nombre, son fenómenos complejos. Además de todo lo que representan y revelan sobre Brasil, son también la respuesta violenta de, por un lado, una parte asustada de la población y, por el otro, una élite temerosa de perder sus privilegios de clase y raza. En común, los votantes de Bolsonaro parecen temer todo lo que la figura de Marielle Franco representa en su gesto de ocupar el centro político: la presión de las mujeres, los negros y las personas LGBTQIA+ por participar en el poder y por que se reconozca su centralidad. Esta lucha también estará presente en las elecciones con la mayor participación de candidatos negros jamás registrada: el 49,9% de los candidatos, superando el 48,1% que se han declarado blancos.
Las elecciones tendrán lugar en un momento de fuerte simbolismo: la proximidad de los mil días de la ejecución de la concejala del Partido Socialismo y Libertad (PSOL) en Río de Janeiro sin que Brasil conozca quién —o quiénes— ordenó su muerte ni por qué. Hasta que no se señale su identidad, sus motivos y sus contactos, cada día que pasa sin que se haya resuelto el crimen denuncia el momento límite que vive Brasil. Y acusa el enorme déficit de justicia que tiene el país. Cada día que pasa sin que se haya resuelto el crimen también aumenta la densidad de las sombras sobre Bolsonaro y su familia por la existencia de indicios de su relación con las mafias paramilitares, llamadas milicias, acusadas de estar involucradas en la muerte de Marielle.
El asesinato de Marielle Franco y Anderson Gomes, el conductor que murió pero que no era el objetivo, no es otro crimen más en un país atravesado por la violencia. La investigación, que se extiende más allá del más flexible concepto de razonable, ya expone la creciente infiltración de las milicias en el Estado brasileño. También expone la cotidianidad de un país en el que tanto la democracia como el sistema jurídico son una piel cada vez más fina que envuelve entrañas cada vez más podridas, con gusanos que ya no se contentan con permanecer en el interior. Cuando a los criminales les empieza a gustar ser el centro de atención es porque creen que ya no necesitan esconderse. Lo que los habitantes de la Amazonia de los grileiros (ladrones de tierras públicas) y de los sicarios presencian desde hace mucho tiempo, y que en la selva se está haciendo cada vez más explícito, se ha propagado por todo Brasil desde que Bolsonaro asumió el cargo y pervirtió el poder.
La ejecución de la concejala del PSOL debe resolverse por todos los motivos y también para que la población brasileña pueda saber si Bolsonaro y sus hijos solo tienen a amigos al frente de las milicias que aterrorizan Río de Janeiro, algunos de ellos asesinos profesionales, o si también están involucrados en la muerte de Marielle. Hasta ahora, son vastas las pruebas de la intimidad y las relaciones sospechosas del clan Bolsonaro con los milicianos asesinos, pero no ha aparecido ninguna prueba concreta de la participación de la familia presidencial en el crimen. Al menos todavía no se ha divulgado.
Al denunciar al senador Flávio Bolsonaro, el hijo mayor del presidente, por el sistema de desvío de dinero público en la Asamblea Legislativa de Río de Janeiro, la Fiscalía ha demostrado que el hijo zeroúno habría recibido al menos 400.000 reales (unos 75.000 dólares) del ex policía militar Adriano da Nóbrega. Acusado de liderar un grupo de exterminio, Da Nóbrega murió en febrero en una controvertida operación policial en Bahía. Su madre y su esposa eran empleadas del gabinete de Flávio Bolsonaro cuando era diputado del Estado de Río y solo fueron despedidas poco antes de que salieran a la luz las primeras denuncias. Según la investigación de la Fiscalía de Río, Da Nóbrega le pasaba el dinero referente al sueldo de su madre y su esposa a Fabrício Queiroz, entonces mano derecha de Flávio Bolsonaro y operador del sistema.
Bolsonaro y su familia deberían ser los brasileños más interesados en que se resuelva la ejecución de Marielle Franco. No lo son. Hasta el momento, solo han sido detenidos los acusados de ser los autores materiales del crimen: el policía militar retirado Ronnie Lessa, vecino de Bolsonaro en la urbanización Vivendas da Barra, en Río de Janeiro, y el ex policía militar Élcio Queiroz. Todavía no se sabe quiénes lo ordenaron.
La necesidad de hacer preguntas difíciles con relación al que ocupa el cargo más alto del país demuestra el momento tan peligroso que atraviesa Brasil. La “nueva normalidad” de la que tanto hablan —y que más parece una nueva anormalidad— es asimilar que pueda ser normal que el presidente se relacione con milicianos y asesinos. En este sentido, el día de las elecciones también provoca expectación.
La corrosión de la democracia brasileña es cada vez más trágica, pero todavía hay un pequeño espacio para recuperar lo que se destruyó velozmente. La elección de los concejales y alcaldes que se encargarán de la política de los municipios, en general la que más interesa a los ciudadanos en su día a día, mostrará si son cada vez más los brasileños que son conscientes del abismo que, como cantaba el sambista Cartola, cavan con los pies. Las elecciones del 15 de noviembre no pueden redimir, pero pueden señalar si el avance de las periferias que reivindican su legítimo lugar de centro persiste a pesar de todos los ataques y, sobre todo, si han sido capaces de aumentar su resonancia en la población a lo largo de estos años de autoritarismo del odio que ha instaurado el bolsonarismo.
El primer ministerio del expresidente Michel Temer —completamente blanco y masculino, patriarcal y heterosexual en todos sus signos— después de cuatro años sigue siendo el mejor retrato de cómo la maniobra de las fuerzas de derecha reflejaba un profundo malestar con el avance de los que son tratados como subalternos, una maniobra que en 2018 resultó en la elección de un hombre como Jair Bolsonaro. El hecho de que Temer sea el vicepresidente que traicionó a Dilma Rousseff, la primera mujer que llegó a la presidencia en la historia de Brasil, socavando su poder desde dentro y apoyando su destitución, no es un detalle. Tampoco es un detalle que, de las dos únicas ministras de Bolsonaro, una es abiertamente antifeminista, Damares Alves, y la otra, Tereza Cristina, se dedica a autorizar pesticidas y a “desbloquear” la agenda de la agroindustria que destruye la Amazonia, el Cerrado y otros biomas, envenenando los alimentos y la tierra y condenando a las nuevas generaciones.
La ejecución de Marielle Franco, el 14 de marzo de 2018 —negra, bisexual, casada públicamente con otra mujer, nacida y criada en las favelas de Maré, que ocupó el centro al convertirse en concejala de Río de Janeiro y al introducir en la política institucional la lucha contra la violencia policial en las favelas, la lucha contra el robo de tierras públicas en las periferias, en parte controladas por las milicias, y los derechos de las personas LGBTQIA+—, simboliza la radicalidad del gesto de impedir este movimiento a balazos porque empezaba a amenazar intereses y hegemonías. Así es como interpreta, correctamente, el simbolismo del crimen la parte progresista de la sociedad, que mantiene presente y persistente tanto el recuerdo de Marielle como la presión para que se resuelva su asesinato.
Icónicamente, Marielle Franco está más viva que nunca y es la mayor antagonista del actual presidente. Por esta razón, el recuerdo de Marielle resiste y produce Marielles. En estas elecciones, un número sin precedentes: en São Paulo, las candidatas negras son casi el doble que en los anteriores comicios. Según un estudio de la Coordinación Nacional de la Articulación de las Comunidades Negras Rurales Quilombolas (Conaq), hay por lo menos 300 quilombolas (descendientes de esclavos rebeldes) que se presentan para ocupar un escaño en las asambleas legislativas de todo el país. Entre ellos, la activista Socorro de Burajuba, líder de la lucha contra la destrucción socioambiental producida por la empresa minera noruega Hydro Alunorte, que contamina los ríos de la región de Barcarena, en la Amazonia. La participación política de los negros nunca se había discutido tanto, pero más que los negros, lo que se está fortaleciendo en 2020 es la potencia creciente de las mujeres negras.
Las más subyugadas entre los subyugados históricamente, fueron relegadas durante décadas a la periferia también del feminismo dominado por mujeres blancas y de los partidos de izquierda, liderados en su mayoría por hombres y blancos que siempre han hecho hincapié en la lucha de clases en sus diagnósticos y propuestas, en detrimento del racismo estructural como recorte central del análisis. Como afirma la socióloga negra Vilma Reis, “son las mujeres negras las que empujan la izquierda hacia la izquierda”.
Incluso dentro del PSOL —el partido con mayor resonancia en la izquierda, al menos para quienes que, como yo, consideran al Partido de los Trabajadores (PT) un partido de centro—, Marielle también se enfrentaba a la hegemonía blanca y a un tufo machista cuidadosamente disimulado. Después de que Marielle se convirtiera en el mayor icono de las mujeres negras (y también de parte de las blancas), algunos intentan reducirla a un “producto” del diputado federal Marcelo Freixo (PSOL). Es justo reconocer la influencia del principal nombre del PSOL de Río de Janeiro en la trayectoria política de Marielle Franco, pero Marielle es mucho más grande que eso y estuvo fuertemente marcada por las mujeres negras que también encontró en su camino.
La fuerza creciente que representa, la que el bolsonarismo no ha podido detener a pesar de toda la violencia contra los cuerpos de las mujeres, los negros y las personas LGBTQIA+, puede ser decisiva en 2022. Está claro que Brasil tiene enormes diferencias con relación a Estados Unidos, como también está claro que Jair Bolsonaro es aún peor que Donald Trump. Pero las afinidades también existen y son grandes, y ambos forman parte del mismo fenómeno global. Tanto Trump como Bolsonaro supieron encarnar el temor de una parte significativa de los blancos asustados, que perdieron su poder adquisitivo por los efectos de la crisis mundial del capitalismo de 2008 y se sentían perdidos por la amenaza que sufría el lugar de identidad en el que todavía se sentían superiores: el de raza, género y orientación sexual.
Quizás la mejor manera de explicar este mecanismo, en el caso de los blancos pobres y de clase media que han perdido capacidad adquisitiva en los últimos años, es con el concepto de “salario público y psicológico” del intelectual afroamericano W.E.B. Du Bois (1868-1963). Sugiero leer directamente la fuente, para alcanzar la profundidad de la proposición, pero en resumen sería más o menos esto: el blanco puteado se consuela con el salario psicológico de saber que hay otro, el negro puteado, que está más puteado que él. Para mantener este privilegio psicológico, de que hay alguien más puteado que él, que lo hace superior por lo menos a alguien, llega a votar incluso a perversos como Bolsonaro, que lo putean cada día más. En mi opinión, este salario psicológico también ayuda a explicar la resistencia feroz al protagonismo de las mujeres, el único punto de privilegio de algunos hombres, ya sean blancos o negros.
Como sabemos, Bolsonaro “liberó” a estos machos blancos asustados al expresar públicamente todo su racismo, homofobia y misoginia (odio a las mujeres), sin que el sistema judicial les pidiera cuentas, y enalteció en su discurso de investidura “poder liberarse” de lo políticamente correcto. Representó también la angustia de una clase media que veía como perdía privilegios que consideraba derechos a la vez que, por primera vez en la historia, se veía obligada a tratar con empleadas del hogar, en su mayoría negras, que habían conseguido (casi) equiparar sus derechos a los de los demás trabajadores.
Que las empleadas del hogar conquistaran derechos laborales básicos, aunque escandalosamente tarde, es, como he escrito varias veces, esencial en el análisis de la última década. En Brasil, la emancipación de la mujer no se produjo gracias a políticas públicas como la creación de guarderías y la implantación de jornadas escolares a tiempo completo, ni tampoco gracias al reparto real de las tareas del hogar. Al contrario. Las mujeres blancas solo han logrado emanciparse y construir carreras profesionales subyugando a las mujeres negras, en su mayoría, y también a las mujeres blancas pobres. Estas mujeres dejaban sus propias casas y sus hijos para realizar tareas domésticas y cuidar a los hijos de las mujeres blancas a cambio de salarios irrisorios, jornadas de trabajo extenuantes, condiciones laborales precarias y derechos escasos. Una propuesta de enmienda constitucional, la llamada “PEC de las Domésticas”, (casi) equiparó los derechos de las empleadas del hogar con los de los demás trabajadores, en una conquista histórica, haciendo balancear la herencia más persistente de la esclavitud y amplificando el temor de una clase media a perder ingresos y privilegios.
Las mujeres negras que hoy avanzan sobre los espacios formales de la política institucional son, muchas de ellas, hijas de estas mujeres que son cabeza de familia y han capeado el temporal durante décadas. Muchas han podido llegar a la universidad gracias a las medidas para ampliar el acceso a la educación superior de los más pobres y gracias a las cuotas raciales, una política de inclusión implementada durante el gobierno del Partido de los Trabajadores que llegó más de un siglo tarde y provocó una violenta reacción de los blancos. Aunque las candidatas negras no resulten elegidas, solo el hecho de que se presenten indica que, a pesar de toda la violencia, el bolsonarismo no ha sido capaz de detener esta fuerza. Las cuatro balas que le reventaron la cabeza a Marielle Franco la arrancaron de su vida, de sus luchas, de sus amigos y sus amores, pero la hicieron inmortal en la cotidianidad de millones de mujeres negras que encuentran en ella la inspiración para seguir adelante sin retroceder.
Formalmente, el Instituto Marielle Franco ha creado en estas elecciones la Agenda Marielle Franco, una iniciativa suprapartidista que ha reunido a 745 candidatos de 270 ciudades brasileñas comprometidos a dar continuidad al legado de la concejala ejecutada: justicia racial y defensa de la vida; género y sexualidad; derecho a la favela; justicia económica; salud pública gratuita y de calidad; educación pública gratuita y transformadora; cultura, ocio y deporte. El esfuerzo busca garantizar que estas candidaturas tengan sentido, en la medida en que el aumento de la presencia negra en el poder legislativo es un gran paso, pero solo puede asegurar que se avanza en la lucha por la igualdad racial si los elegidos defienden proyectos comprometidos con esta agenda y representan a sus comunidades y no solo a sí mismos.
También concuerdan con honrar las prácticas de Marielle: diversificar, no uniformizar; ampliar, no limitar; honrar, no borrar; colectivizar, no individualizar; tirar, no soltar; abrir, no encerrarse; cuidar, no abandonar. Guilherme Boulos (PSOL), candidato a la alcaldía de São Paulo con posibilidades de llegar a la segunda vuelta, es uno de los candidatos en la lista de los comprometidos a honrar y multiplicar el legado de Marielle Franco.
En 2005, cuando ejecutaron a la misionera Dorothy Stang con seis disparos, los grileiros de la región de Anapu, en la Amazonia, aprendieron una lección: algunas personas viven más intensamente una vez muertas. En los diez años siguientes, la atención internacional provocada por el crimen y la presencia de instituciones que antes no aparecían por allí dificultaron mucho la labor de los destructores de la Amazonia. Dorothy Stang también se convirtió en una mártir que ha inspirado movimientos de campesinos, especialmente aquellos vinculados a la Comisión Pastoral de la Tierra, de la Iglesia Católica. El asesinato de Marielle Franco, independientemente de la intención explícita del autor o autores del crimen, produce una fuerza de resistencia infinitamente mayor y más significativa para Brasil. Que los avances se logren destruyendo los cuerpos de los más pobres y de los que se resisten a la opresión es el resultado de la democracia selectiva y deformada, nunca terminada, del Brasil posterior a la dictadura cívico-militar.
Tanto Trump como Bolsonaro fueron elegidos vendiendo pasados que nunca existieron, pasados tan falsos como todo lo que les sale de la boca. Predican el regreso a una época en que aquellos que históricamente fueron tratados como subalternos —mujeres, negros, indígenas— aceptaban pasiva y pacíficamente su lugar. Como se sabe, ese pasado nunca existió. Lo que existió y persiste es el silenciamiento de los que se rebelan, constantemente acallados por el exterminio. Como Trump y Bolsonaro no tienen un futuro que ofrecer, difunden mentiras e intentan reescribir la historia con ellas. No son solo negacionistas, sino que son mentirosos con método e intención.
Inspirados por el ejemplo de las elecciones estadounidenses, la centroderecha y la derecha brasileñas, que ya no quieren compartir el escenario con Bolsonaro —el hombre que, como definió su propio canciller, ha convertido a Brasil en un “paria” internacional—, ya han empezado a organizarse de cara a 2022. Y es que, más importante que la victoria de Joe Biden, un hombre blanco del sistema, es cómo y por qué Biden venció a Trump. Las mujeres y los negros fueron fundamentales para sacar al déspota del tupé naranja del poder. Como símbolo de este movimiento destaca una activista negra llamada Stacey Abrams, cuya labor está directamente relacionada con los 800.000 nuevos votantes de Georgia, la mitad de los cuales son afroamericanos de entre 30 y 45 años. En Georgia, un estado sureño con raíces esclavistas, no había ganado ningún demócrata desde Bill Clinton. Es crucial no olvidarlo: Biden también ganó porque tenía a Kamala Harris a su lado. La primera mujer que asume la vicepresidencia de Estados Unidos es una mujer negra de ascendencia india. Biden es mainstream, pero quien venció a Trump no era mainstream.
Lo que se llama periferia, tanto en países como Estados Unidos como en Brasil, han sido centros de creación de pensamiento, cultura e innovación. Frente a fenómenos de ultraderecha como Trump y Bolsonaro, son también productores de resistencia que avanzan hacia el centro de la política institucional. En Brasil, movimientos mayoritariamente blancos y de clase media publicaron a mediados de 2020 manifiestos en defensa de la democracia en los principales periódicos del país. No mencionaron el racismo estructural en sus textos. Inmediatamente, la Coalición Negra por Derechos, que reúne a más de un centenar de organizaciones y colectivos, publicó en los mismos espacios el manifiesto Mientras Haya Racismo No Habrá Democracia. Allí señalaba que, esta vez, ningún reordenamiento de las fuerzas políticas, de derecha a izquierda, tendría legitimidad si no enfrentaba el racismo estructural del país. El manifiesto antirracista puede haber sido el acto político más importante de los últimos años.
El necesario desplazamiento de lo que es el centro y lo que es la periferia es fundamental para determinar el destino de Brasil. Los que son tratados como periféricos, como la selva y la favela, tienen en el horizonte una alianza por tejer, fundamental para crear futuros capaces de dar respuestas de posibilidad al momento límite de emergencia climática. En este sentido, en los Estados Unidos, la izquierda del Partido Demócrata, donde estas nuevas fuerzas se alojan estratégicamente, está más adelantada al darse cuenta y enfatizar públicamente que, hoy, enfrentar el racismo es enfrentar la emergencia climática. La existencia de una lucha sin la otra ya no es posible.
El tenebroso apartheid que ya se anuncia y que se profundiza a un ritmo acelerado es lo que la propia ONU llama “apartheid climático”. Y, una vez más, afecta principalmente a las mujeres, los negros y los indígenas. En Brasil, la alianza entre los activistas de las favelas y los activistas de la selva debe avanzar con más rapidez, dada la emergencia del momento. Los activistas de la selva son principalmente indígenas, pero también quilombolas y beiradeiros (ribereños). Y también mujeres negras de las periferias de las ciudades amazónicas. En Altamira, el epicentro de la destrucción de la selva, jóvenes activistas como Daniela Silva han levantado la voz para recordarnos que las mujeres negras de las periferias urbanas también forman parte de la Amazonia.
La lucha solo está empezando. Hombres como Trump y Bolsonaro, el brasileño que aún tiene posibilidades de reelegirse en 2022, son solo un capítulo y no necesariamente el más difícil. Como afirmó la estrella de la nueva izquierda del Partido Demócrata, la estadounidense de origen latino Alexandria Ocasio-Cortez, al comentar la derrota de Trump: “Ya no estamos en caída libre al infierno. Pero si vamos a levantarnos o no es la pregunta que queda. Hemos detenido este descenso precipitado. Y la pregunta es si y cómo nos vamos a levantar de nuevo”.
A pesar del atolladero en el que vive Brasil bajo el gobierno de odio de Bolsonaro, el país tiene, quizás como ningún otro, una gran ventaja para volver a crear futuro en el presente: la enorme fuerza vital de los negros y los indígenas que han resistido a todas las formas de muerte durante cuatro siglos, en el caso de los descendientes de africanos esclavizados, o durante cinco siglos, en el caso de los indígenas. La mayoría de las fuerzas progresistas del planeta ya han comprendido que la batalla por la Amazonia es la gran batalla de este momento, y no solo en el sentido de los límites geográficos de la selva que regula el clima, sino también en el sentido de amazonizar el pensamiento crear una sociedad humana capaz de vivir sin destruir ni la casa en la que vive ni las especies con las que comparte la casa.
La crisis climática y la sexta extinción masiva de especies, ambas demostradamente provocadas por la acción de la minoría dominante de humanos, han convertido este momento en el más desafiante de nuestra trayectoria en el planeta. Trump y Bolsonaro son solo síntomas. Con todos los límites evidentes de unas elecciones en una democracia que nunca ha llegado para todos, al igual que los límites de la propia democracia como sistema, la votación del 15 de noviembre es mucho más importante de lo que parece a simple vista. Los países vecinos como Bolivia y Chile ya han dado ejemplo y han demostrado que es posible enfrentar el autoritarismo de la derecha y la extrema derecha y avanzar. Chile votó a favor de crear la primera Constitución de forma igualitaria entre hombres y mujeres y, en Bolivia, las mujeres obtuvieron 20 de los 36 escaños del Senado (56%) y 62 de los 130 de la Cámara de los Diputados (48%) en las elecciones de octubre, con una fuerte presencia de los pueblos originarios. Brasil, que suele considerarse la vanguardia política y creativa, se está quedando rezagado en la lucha contra el autoritarismo de derecha en Latinoamérica.
La polarización política se ha vendido como un problema y una distorsión en los últimos años. Yo no lo veo así. No es posible ni deseable superar la polarización en un país estructurado sobre el racismo y con una desigualdad abismal. El problema es la distorsión de la polarización, situada a propósito en los falsos polos. Además, la centroderecha y la derecha, que hoy se anuncian como no bolsonaristas para presentarse como una alternativa de “pacificación del país” en 2022, utilizarán cada vez más el discurso contra la polarización. Michel Temer ya lo utilizó, y ahora se insinúa en las negociaciones entre el gobernador de São Paulo, João Doria Jr., el exministro de Bolsonaro Sergio Moro y el presentador de la emisora Globo Luciano Huck para las próximas elecciones presidenciales. La paz de la centroderecha y la derecha apunta a un reordenamiento cosmético, con algunas concesiones aquí y allá, para que la desigualdad racial y social de Brasil permanezca inalterada en esencia. Prefiero quedarme con la frase antológica de la actriz y escritora negra Roberta Estrela D’Alva: “si la paz no es para todos, no será para nadie”.
Las elecciones del 15 de noviembre no son una anticipación de las de 2022. Son mucho más que eso. Son la reubicación de los polos que han sido desplazados. Son la señal de que la polarización ya no se da entre Bolsonaro y Lula, sino entre Bolsonaro y Marielle Franco. Esta ha sido siempre la polarización real de los Brasiles, a veces representada por el PT del pasado, aunque desde hace muchos años ya no. Casi mil días después de su ejecución, el grito se fortalece y avanza: Marielle, presente.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro.
Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.
Traducción de Meritxell Almarza
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.