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Columna
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Los desechos de la pandemia

Walter Benjamin puso el foco en lo pequeño para entender el alcance de los cambios de la gente y la sociedad

José Andrés Rojo
Una mascarilla en el suelo de una calle vacía de Madrid.
Una mascarilla en el suelo de una calle vacía de Madrid.Getty Images

La imagen de las ciudades vacías sigue siendo la más reveladora de cuantas ha dejado esta pandemia. Se pudo ver muy pronto, cuando se produjo el radical confinamiento de la ciudad china de Wuhan. No había nadie en las calles, los comercios estaban cerrados, casi se escuchaba el silencio o, incluso, el paso de los fantasmas. Cuando el virus empezó a viajar por el mundo, y se adoptaron medidas parecidas en todas partes, los noticieros se aficionaron a jugar con esa comparación tan socorrida de lo que ocurría hace un tiempo frente a lo que estaba pasando en esos momentos. Antes vivíamos en un mundo cargado de bullicio y de gente; gracias al virus, las cosas pararon en seco y los escaparates se pusieron tristes.

Hace 80 años, el 26 de septiembre de 1940, Walter Benjamin se suicidó en Portbou. Acababa de llegar de Francia por los Pirineos huyendo de los nazis. No llevaba los papeles en regla, no estaba seguro de que el porvenir le fuera propicio (era de origen judío), así que prefirió salir de escena. En uno de sus proyectos más ambiciosos, que dejó sin concluir, puso el foco en toda esa algarabía que la pandemia de alguna forma ha clausurado, o rebajado de volumen y de intensidad, o cerrado provisionalmente en buena parte del mundo. En su Libro de los pasajes pretendía ocuparse de lo que pasa en las calles y en las tiendas, en los grandes almacenes, las exposiciones universales y las ferias, recoger las directrices de la moda y las ensoñaciones de los paseantes y los cotilleos de la prensa, esas banalidades que empezaron a llenar el tiempo de las masas en el París del siglo XIX. De formación marxista, Benjamin prefirió trasladarse de los conflictos en las fábricas al barullo del consumo y el espectáculo para dar cuenta de lo que pasaba con el obrero cuando salía de compras y era abducido por el fulgor de los reclamos publicitarios. El futuro —su presente— estaba ahí, se dedicó a explorarlo.

Para entender los cambios que se precipitaron cuando las ciudades se llenaron de vitrinas, Benjamin pensó que tenía que fijarse en lo más pequeño y, de alguna manera, dejarlo hablar. Se puso a construir su libro con el afán de ir colocando las piezas de tal manera que fuera posible captar el “acontecer total”. Así que fue llenando sus cuadernos de citas que recogía de cualquier parte (lo mismo servía el tratado de un sabio que los eslóganes de un anuncio) y que colocaba según sus preocupaciones e intereses y que luego pespunteaba con observaciones propias y fulminantes: “En los terrenos que nos ocupan, solo hay conocimiento a modo de relámpago. El texto es el largo trueno que después retumba”, apuntó.

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He aquí una confesión de sus procedimientos: “Método de trabajo: montaje literario. No tengo nada que decir. Solo que mostrar. No hurtaré nada valioso, ni me apropiaré de ninguna formulación profunda. Pero los harapos, los desechos, eso no los quiero inventariar, sino dejarles alcanzar su derecho de la única manera posible: empleándolos”. Y en eso estaba cuando las fuerzas de Hitler lo expulsaron de París y terminaron empujándolo hasta que hizo su último gesto, ahí en un pueblo catalán.

Así que los desechos: por ahí era necesario pasar para comprender mejor las cosas. De vuelta a la pandemia, quién sabe, igual en las mascarillas o en los geles o en los bastoncillos que exploran las fosas nasales para hacer una prueba están labrándose los rastros del porvenir.

Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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