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Tribuna
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Ni Trump, ni Biden: el perdedor es el sistema electoral de EE UU

El país necesita desesperadamente una reforma del esquema para elegir a sus representantes, pero es difícil que una sociedad tan dividida sea capaz de crear el consenso político necesario llevarla a cabo

Alexander Stille
Ilustración Stille ok
Quintatinta

Aunque el resultado definitivo de las elecciones presidenciales no está claro todavía, los comicios recién celebrados han producido un perdedor innegable, que es el sistema electoral estadounidense. Mientras esperamos los datos de unas votaciones increíblemente igualadas en un puñado de “Estados en disputa”, ya es evidente que, en el conjunto del país, Joe Biden ha obtenido por lo menos dos millones de votos más que Donald Trump.

El sistema electoral de Estados Unidos tiene dos características peculiares que contribuyen extraordinariamente a la confusión que estamos presenciando. La primera es el colegio electoral, que significa que el presidente no se elige con los votos populares —como en casi todas las demás democracias—, sino que al ganador de la votación en cada Estado se le asignan los “votos electorales” de ese Estado. El propósito es garantizar que el presidente cuente con un apoyo relativamente amplio en la geografía del país, pero puede ocurrir que los votos populares y los del colegio electoral no coincidan. Si Trump acaba siendo el vencedor, sería la tercera ocasión en la que el ganador del voto popular no llega a la presidencia.

Además, la Constitución estadounidense deja la gestión de las elecciones en manos de cada Estado, lo que explica por qué conocemos ya los resultados definitivos de unos y es posible que no conozcamos los de otros hasta dentro de unos días. En algunos Estados, las papeletas enviadas por correo pueden empezar a contarse en cuanto llegan, en los días previos, mientras que en otros solo se pueden empezar a contar el día mismo de las elecciones. Algunos Estados dan grandes facilidades para votar y otros lo ponen más difícil. Hay grandes diferencias incluso entre unos condados y otros: en algunas partes de Wisconsin, miles de papeletas mal impresas han causado confusión. Los funcionarios locales pueden reducir arbitrariamente el número de colegios electorales o las fechas en las que la gente puede ir a votar. Las filas para votar en los barrios pobres son casi siempre más largas que en los distritos más ricos. Algunos Estados llevan años votando por correo y otros están haciéndolo por primera vez.

La combinación de estos dos sistemas —el recuento de votos Estado por Estado y el control local de las elecciones— hace que la elección del líder del país más poderoso de la tierra dependa de unos cuantos miles de votos en unos cuantos Estados, cuya emisión y cuyo recuento están sujetos a errores y manipulación. Por consiguiente, gane quien gane, los votantes tendrán serias dudas sobre la legitimidad del resultado. En estos meses de pandemia, el Partido Demócrata ha instado a muchos de sus partidarios a votar por correo por razones de salud, y en tres Estados fundamentales —Pensilvania, Míchigan y Wisconsin— esas papeletas no han podido empezar a contarse hasta el 3 de noviembre, lo que significa que muchos votos (y con toda probabilidad, votos sobre todo demócratas) todavía están contándose y no estarán completamente tabulados hasta dentro de varios días. Eso ha servido de excusa a Trump para poner en duda su legitimidad. El 4 de noviembre, alrededor de las dos y media de la madrugada, el presidente declaró: “La verdad, hemos ganado... Queremos que se interrumpan los votos. Por lo que a mí respecta, ya hemos ganado”.

Hasta un comentarista de Fox News, la cadena favorita de Trump, criticó sus palabras y las calificó de peligroso intento de socavar el sistema democrático. “Estamos en una situación enormemente inflamable y el presidente acaba de arrojar una cerilla en ella”, dijo Chris Wallace. “No ha ganado en estos Estados”.

Fue una jugada típica de Trump. No había nadie votando. Lo que pasaba era que se estaban contando unos votos emitidos legalmente, en muchos casos porque los legisladores republicanos de los Estados en cuestión no habían dejado que se contaran antes. Al mismo tiempo, como en algunos Estados el voto por correo es una novedad y las instrucciones, a veces, son confusas, habrá que anular decenas de miles de votos, quizá cientos de miles. Algunos Estados, los que hacen el recuento muy pronto, permiten que los votantes que cometen errores al rellenar sus papeletas —incluso el de escribir con tinta de un color inapropiado— las “corrijan”. Otros, no. En Georgia y Carolina del Norte, dos Estados cruciales en los que aún se está haciendo el recuento, las papeletas enviadas por correo tienen el doble de probabilidades de ser rechazadas si son de votantes negros que si son de votantes blancos.

“El sistema estadounidense es una mezcla de autoridades estatales y locales”, escribió hace poco el politólogo Larry Diamond. “Casi todos los cargos los desempeñan profesionales serios, pero las asambleas estatales y los secretarios electos pueden ser partidistas y arrojar dudas sobre su imparcialidad. Ninguna otra democracia avanzada está tan lejos de las normas democráticas contemporáneas de justicia, neutralidad y racionalidad en su sistema de gestión de las elecciones nacionales”.

El control local de las elecciones ha sido una invitación a la manipulación por parte del partido en el poder. EE UU modifica su mapa electoral cada 10 años, cuando se hace el censo nacional. Los republicanos saben lo importante que es y se esforzaron lo impensable para ganar las elecciones locales en 2010, unas elecciones de mitad de mandato, en las que la participación suele ser baja. Así pudieron rehacer el mapa electoral de numerosos Estados importantes mediante el llamado sistema de gerrymandering, que consiste en redibujar el mapa electoral para concentrar a la oposición en unas cuantas circunscripciones y esparcir a sus propios seguidores. En otras palabras, es posible trazar distritos en los que los demócratas constituyan el 70% del electorado en unos cuantos sitios y los republicanos sean el 55% del resto del Estado.

Los votantes demócratas son ligeramente más numerosos que los republicanos en Pensilvania, Carolina del Norte y Míchigan; aun así, gracias al gerrymandering, los republicanos obtuvieron 13 de los 18 escaños en el Congreso correspondientes a Pensilvania, 9 de los 13 de Carolina del Norte y 9 de los 14 de Míchigan. Muchos Estados republicanos han disminuido el número de colegios electorales, han aprobado normas restrictivas para identificar a los votantes y han eliminado de las listas del censo a los votantes menos asiduos, además de otras tácticas para reducir la participación, sobre todo en zonas de minorías que tienden a votar a los demócratas. Las medidas han sido ratificadas por un Tribunal Supremo conservador, que también es producto de este sistema por el que gobierna la minoría. Los demócratas han ganado las votaciones populares en seis de las siete últimas elecciones presidenciales (sin incluir 2020) y, sin embargo, seis de los nueve magistrados del Supremo son nombramientos de los republicanos.

Como destaca Diamond, la Constitución de Estados Unidos, que es la más antigua en vigor de las democracias mundiales, necesita desesperadamente una puesta al día. Está claro que el sistema electoral también necesita una renovación para garantizar cierto grado de justicia, uniformidad y legitimidad. Pero es difícil que un país tan dividido sea capaz de crear el consenso político necesario para emprender reformas de peso.

Alexander Stille dirige el programa de periodismo político de la Universidad de Columbia en Nueva York.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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