Toque de queda
Si hasta para declarar una medida con la que todos están de acuerdo disienten nuestros políticos, cómo podemos pensar en llevar a cabo ese cosmopolitismo tan necesario para combatir al virus
La historia nos muestra que las situaciones adversas forman parte de la vida del ser humano. ¿Por qué íbamos nosotros a ser especiales y no íbamos a enfrentarnos a ninguna gran crisis? Es decir, la pregunta no era tanto ¿por qué nos está pasando esto? como ¿por qué no nos iba a pasar?". El que esto afirma es Eduardo Infante, profesor de Filosofía en un Instituto de Gijón y autor de un libro, Filosofía en la calle, que está dando mucho que hablar por cuanto supone de revolución en la enseñanza de una disciplina que se ha ido circunscribiendo a las aulas y a los anquilosados y polvorientos departamentos de las Universidades en lugar de abrirse a la realidad. Un día, Infante advirtió que una de sus alumnas, en vez de seguir sus explicaciones, estaba más atenta a la ventana de la clase y le preguntó qué era lo que pasaba fuera que le interesaba tanto, a lo que ella le respondió: “La vida”; desde entonces, dice Infante, cambió su forma de enseñar y el lugar mismo de sus clases: dejó el aula y salió al jardín.
Difícil no estar de acuerdo con el profesor-filósofo cuando señala algo tan evidente: ¿por qué nosotros no íbamos a enfrentarnos a ninguna gran crisis?, por lo que aún cuesta más entender la resistencia de algunas personas a aceptar que eso sea así. Solamente la convicción que la costumbre ha instalado en ellas, de que nuestro desarrollo económico iba a ser eterno y de que nada podría desestabilizarlo explicaría esa resistencia del mismo modo en que ocurre con algunas sociedades y países. Durante décadas, en una parte del mundo hemos vivido sin grandes alteraciones, sin guerras ni conflictos de consideración, y ello nos ha hecho pensar a sus habitantes que esa suerte nos correspondía por derecho. Pero no era así. Ha bastado un simple virus para sacarnos de nuestra equivocación. De repente el mundo se ha transformado y palabras como pandemia, toque de queda, estado de alarma, han vuelto a sonar sacándonos de nuestro ensimismamiento y poniéndonos frente a una realidad distinta. Mucha gente no lo acaba de admitir o se rebela contra esa realidad y ello explica tanto negacionismo como se advierte, no sólo entre gente ignorante, sino incluso entre algunos de nuestros dirigentes. Como los niños, cuando algo no les gusta lo rechazan o culpan a los demás de su existencia en vez de enfrentarse a ello.
Eduardo Infante señala también otra paradoja de nuestro comportamiento ante la pandemia y es el anticosmopolitismo. Para él, como para muchas otras personas, lo que estamos viviendo es una crisis global que exige soluciones globales, puesto que el virus no distingue de fronteras ni de clases. “Esta crisis nos desvela, una vez más, que somos vulnerables e interdependientes”, dice el filósofo, al tiempo que sentencia sobre los nacionalismos: “El orgullo de sentirse español, catalán o estadounidense no cura esta enfermedad y ninguna bandera detiene el virus”. Pero, si hasta para declarar un toque de queda con el que todos están de acuerdo disienten nuestros políticos, cómo podemos pensar en llevar a cabo ese cosmopolitismo tan necesario para combatir al virus que ya preconizaban los filósofos griegos hace 2.000 años cuando hablaban de los círculos concéntricos en nuestras relaciones y que consiste en tratar a todas igual independientemente de su proximidad a nosotros, esto es, en tratar “a los vecinos como a familiares y a cualquier ser humano como a mi compatriota”.
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