El extraño país donde el dólar se vende en “cuevas” y tiene ocho precios distintos
El mundo del dólar en Argentina es polifacético, popular, delirante, colorido, rarísimo
— ¡Dólar! ¡Dólar!
Con o sin pandemia, con o sin cuarentena, a lo largo de las distintas etapas políticas, cualquiera sea la estación del año, hay zonas de Buenos Aires donde una palabra suena, como un eco. Cientos de personas — tal vez miles — la repiten como si fuera un mantra, una plegaria, una oración. Aunque, en realidad, es una oferta, un anzuelo, un convite.
— ¡Dólar! ¡Dólar!
En el argot nacional, los que gritan eso se llaman “arbolitos”. Son los encargados de guiar a quienes quieran comprar — o vender— dólares hacia lugares que la jerga popular define como “cuevas”. Una cueva — allí dónde se consigue el billete verde — puede ser un supermercado, un kiosco de revistas, un cabaret, una estación de servicio, una joyería o un puesto de flores. Quien quiera comprar o vender dólares se acerca, entonces, al arbolito, lo sigue hasta la cueva y, como quien no quiere la cosa, como si estuviera comprando o vendiendo drogas, pero menos disimuladamente, hace el canje.
El beneficio de la operación es fácil de entender. Si alguien que tiene dólares ahorrados, quiere venderlos legalmente, el Banco le dará 80 pesos locales. Pero si lo vende en una cueva, recibirá 160. Eso para los vendedores. Si alguien, en cambio, quiere comprar dólares le convendría acceder al precio oficial, pero eso está prácticamente prohibido. Entonces, quien pretenda ahorrar en dólares — y son muchos los argentinos que comparten ese deseo — tiene que ir a una “cueva”. Argentina es el país de las cuevas. Las hay por todas partes. Cada quien tiene un amigo, un verdulero, un taxista, un empleado de Rappi o Glovo que lleva y trae, o algún otro contacto. Las cuevas son clandestinas en los papeles. Pero es casi un chiste.
El mundo del dólar en Argentina es polifacético, popular, delirante, colorido, rarísimo, a tal punto que hay seis o siete tipos de dólar. Existe el dólar oficial o “banco Nación”, que vale 80 pesos. Solo los importadores tienen acceso a un dólar tan barato. Al Gobierno le interesa que ese precio no se dispare, porque define los precios de muchos otros productos. Un aumento del dólar oficial dispara la inflación.
Ese dólar debería servir también para exportar, pero los exportadores pagan impuestos especiales que se llaman retenciones. De allí nace el “dólar campo”, que es igual a 80 menos las retenciones. Y el “dólar campo” se divide en “dólar trigo”, “dólar maíz” y “dólar soja” ya que cada cultivo tiene su propia retención.
En el mercado negro — en las cuevas — se consigue a 160 el dólar “blue”, “clandestino”, “ilegal”, “paralelo”, o “libre”. No importa el precio, los argentinos lo buscan porque la experiencia les ha enseñado que siempre, a la corta o a la larga, sube. Por eso, los atesoran, los guardan, los esconden. Hay dólares en las casas, en las cajas de seguridad, en cuentas off shore, o en escondites ridículos, el pie de una cama, el entretecho de una habitación, un frasco que se esconde en un freezer, un pozo en el fondo de un jardín. A esos refugios, el argot los define como “canutos”.
También existe el dólar “turista” o “solidario”. Si alguien necesita viajar, pagará sus gastos con tarjeta de crédito, pero el Gobierno recargará un 30% de impuestos y luego un 35% de anticipo a cuenta de futuros impuestos: 132 pesos en total. Hay, además, unos pocos privilegiados que pueden comprar 200 por mes para ahorrar: esos también pagarán el precio “solidario”. Entre estos últimos, muchos utilizan el “dólar puré”, como se bautizó al dólar oficial que algunas personas compran al valor “solidario” de 132 para inmediatamente ir a una cueva y venderlo al valor del mercado negro, de 160, y hacer así una diferencia.
Finalmente, están los dólares “bolsa” y “contado con liqui”. Son para las personas, o empresas, que tienen plata declarada y quieren acceder a un dólar cuyo origen puedan justificar. Los interesados entregan una cantidad de pesos, y con eso compran acciones argentinas que cotizan en la Bolsa de Nueva York. Luego, la vende en dólares y esos dólares pueden volver, declarados, a la cuenta del inversor.
Este laberinto podría ser, apenas, una anécdota pero, en realidad, es una tortura para la economía argentina. Actualmente, el país no debería tener problemas con el abastecimiento de divisas. La soja, que es su principal exportación, está muy cara. Por la recesión, importa mucho menos de lo que exporta. Los salarios en dólares se han licuado muchísimo, por lo cual la economía argentina es muy competitiva. Pero la demanda de dólares es permanente, imparable y entonces nada alcanza: hay una corrida contra el peso que ya dura dos largos años y medio. El Gobierno pone límites y así es como se conforma el mercado negro con todos sus vericuetos.
Se podría escribir un manual sobre los problemas que esto le genera a una economía, o un libro de historia sobre los intentos fallidos por controlar el precio del dólar, o una compilación de ensayos sobre lo que esto revela acerca del futuro de un país complicadísimo, o una colección de anécdotas acerca de cómo el dólar está presente en la vida de los argentinos desde que nacen hasta que mueren.
Por lo pronto, para los habitantes del país, estar locos por el dólar no es agradable. Es como vivir en la cornisa todo el tiempo, adoptando conductas que intentan un salvataje individual al costo de una verdadera tragedia colectiva. Mientras tanto, los Gobiernos se tambalean al ritmo de la danza del dólar. Y poca gente invierte en la economía real porque nadie sabe cuánto va a valer el dólar.
— ¡Dólar! ¡Dólar!!
El murmullo no para.
Si quiere comprar apúrese.
Mañana será más caro.
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