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TIERRA DE LOCOS
Columna
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Los 10.000 muertos en Argentina

Debería ser una cifra para sacarse el sombrero en señal de respeto a los fallecidos, para tratar de entender qué dice eso de nuestra sociedad y de nuestro país

Ernesto Tenembaum
Una mujer participa en un entierro, este lunes, en un cementerio de Buenos Aires.
Una mujer participa en un entierro, este lunes, en un cementerio de Buenos Aires.Juan Ignacio Roncoroni (EFE)

La Argentina ha traspasado hace algunas horas la barrera de los diez mil muertos ocasionados por el coronavirus. Es una cifra tristísima porque detrás de cada uno hay una historia trunca, una familia que sufre, una tragedia. Pero además, si se mira la tétrica tabla de posiciones de los países del mundo, posiciona al país entre los que más sufrieron la pandemia: figura en el puesto 16. Eso sugiere que el enfoque argentino, que arrancó con uno de los encierros más estrictos y prolongados del mundo, fue un fracaso. ¿Lo fue realmente?

La cifra de los diez mil muertos debe ser relativizada por dos elementos de contexto. El primero es su relación con la población total del país, o sea, la cantidad de fallecidos por millón de habitantes. Si se toma ese parámetro, la Argentina ocupa el puesto número 30 entre los que más sufrieron por el ataque del virus. El segundo elemento de contexto es geográfico. El coronavirus no afectó a todo el mundo por igual. Solo hizo estragos en Europa Occidental y en América. O sea: pegó fuerte en cuarenta países. En ese contexto, ocupar el puesto número treinta no parece un fracaso.

De hecho, la Argentina ha tenido hasta aquí –y la expresión “hasta aquí” es realmente muy relevante en este caso—un desempeño mejor que el de países europeos mucho más organizados y ricos como Suecia, Holanda, Bélgica, Italia, España, Francia o el Reino Unido, y mucho mejor que el de Brasil, Estados Unidos, México, Colombia, Chile, Ecuador o Perú.

Entonces pareciera un éxito, y tampoco es así. Porque en las últimas semanas, la Argentina ha sufrido más muertos con relación en su población que la mayoría de los países mencionados. Si la tendencia continúa, sufrirá del mismo modo o más aún, porque esta es una pelea que aún no termina.

10.000 es una cifra muy tremenda. Hace dos meses, ninguna persona sensata hubiera dudado de que la Argentina era un ejemplo para el mundo. De hecho, así lo destacó la revista Time. Una sociedad sudamericana, subdesarrollada, con un sistema de salud muy frágil había tomado una determinación muy categórica para ganar tiempo, protegerse, y fortalecer su sistema de salud.

Por momentos parecía heroico, y conmovedor. Y tal vez lo fue.

En el medio, los diferentes Estados habían conseguido respiradores, barbijos camisolines, camas, y entrenado a cientos de agentes de la salud para tareas a las que no estaban acostumbrados. Se erigieron hospitales móviles, se experimentó con inteligencia frente a desafíos inéditos, se polemizó con respeto, se logró que llegara comida a los barrios humildes y se transitaron meses angustiantes en un clima de paz social.

Pero no todo dura para siempre.

Y ahí están los diez mil muertos como un registro categórico de eso. Hace un mes eran 5000. Hace un mes y medio menos de 3000. ¿Cuántos serán dentro de un mes?

Y como están los diez mil muertos, empezarán los debates. Quienes odian al Gobierno sostendrán que todo fue un fracaso, como lo pensaban desde el primer día. No se tratará de una evaluación racional sino de una expresión de deseos, una conclusión motivada por tantos años de polarización y fanatismo, donde muchas personas no pueden pensar: atacan y defienden a ciegas. Al revés, quienes atan su identidad al destino del Gobierno, defenderán sus logros contra viento marea, sin atreverse a mirar sus fallas, sus deslices, sus batallas frívolas e incomprensibles en medio de este drama.

Tal vez, como siempre, la verdad esté lejos de los extremos. La sociedad argentina evitó el golpe mientras encontró la manera de protegerse, encerrada en sus casas. Cuando ya no pudo hacerlo, empezó a sufrir. Con el resultado puesto, la pelea parece reflejar los límites de la voluntad. Muchas veces los seres humanos no definimos nuestro destino. La realidad tiene límites infranqueables. Si la única solución para un problema consiste en encerrarse para siempre, entonces está claro que esa solución es perecedera, tiene fecha de vencimiento. Y así ocurrió.

¿Había maneras alternativas de hacer las cosas? Tal vez. ¿Hubiera sido eso mejor para la economía o para la salud? Quién sabe. ¿Se equivocó el Gobierno en su estrategia? Tal vez en algunos aspectos. Seguramente no en otros. Pero, ¿hay margen para no equivocarse ante semejante vendaval?

Diez mil debería ser una cifra para sacarse el sombrero en señal de respeto a los fallecidos, para tratar de entender qué dice eso de nuestra sociedad y de nuestro país, para valorar los esfuerzos del personal de la salud, que tantos meses después sigue batallando, y debería servir como una advertencia terrible, categórica, inapelable, una confirmación de que el virus mata, de que no se trata de agitar fantasmas, de manipular a través del miedo sino de advertir sobre un peligro real.

Los epidemiólogos serios saben que no se puede evaluar la estrategia de un país durante una pandemia en tiempo real. Se necesita que todo termine para poder mirar hacia atrás, sumar, restar, aprender. Los buenos médicos saben que ante los casos complejos solo cabe ensayar, errar, corregir, volver a ensayar, volver a errar y volver a corregir, y finalmente esperar que la naturaleza emita su veredicto. Pero también tienen claro que la mala praxis existe. Hay países muy cercanos a la Argentina que la están pasando mucho peor justamente por eso.

Igualmente, ahí están los diez mil.

Nada cambia eso.

Lo que la sociedad argentina no pudo evitar.

Las vidas que el virus ya se cobró.

Podría haber sido muchísimo peor, claro.

Pero quién nos quita el gusto amargo, la angustia, la tristeza, el cansancio y la incertidumbre que no termina.

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