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Columna
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Para que gane el peor

No es fácil pensar bien de los políticos cuando los ves en ridículas entrevistas donde dicen una cosa y la contraria y además presumen de coherentes

David Trueba
Donald Trump y Joe Biden durante el primer debate presidencial.
Donald Trump y Joe Biden durante el primer debate presidencial.BRIAN SNYDER (Reuters)

Existe una estrategia muy primaria que consiste en embarrarlo todo. Se usa en el deporte, donde las interrupciones del juego perjudican a quien sabe jugar. Y se usa en la política. Consiste en el aparatoso ejercicio de ensuciarlo todo. Ya no se puede discutir de nada, porque el debate es una grosera mancha de grasa. El resultado de esta estrategia suele ser la boba conclusión de los ciudadanos: todos los políticos son iguales. Después de la grotesca batallita de la semana pasada en Madrid, donde las autoridades encararon el contagio como si fuera una escaramuza electoral de rédito inmediato, muchas personas y asociaciones profesionales reaccionaron con desánimo. Todos los políticos son culpables, todos son iguales. No es fácil pensar bien de los políticos cuando los ves en ridículas entrevistas donde dicen una cosa y la contraria y además presumen de coherentes. Nunca la coherencia fue tan incoherente. Pero podrían haberse fijado en la Comunidad Valenciana, por ejemplo, con ciudades muy pobladas y oleadas anteriores enfrentadas con acierto.

Por esos mismos días, los norteamericanos llegaron a su primer debate presidencial. Pese a estar auspiciado por la cadena Fox, el presidente Trump dedicó sus mayores esfuerzos a impedir que se debatiera nada. Es evidente que un rival tiene que elegir sus armas para combatir ese desprecio por la conversación, hará mal en dejarse arrastrar por la atmósfera. Del lodazal, lo mejor que uno puede hacer es salirse con la esperanza de tan solo haberse manchado los zapatos. Cualquier otra posibilidad te manchará el traje entero. Ese fue el éxito de Trump, consiguió que los dos candidatos salieran manchados del espacio. Y entonces, con la bobería acostumbrada, los ciudadanos llegaron a la conclusión: todos los políticos son iguales. Pero tampoco era cierto. Los norteamericanos comprobaron apenas dos días después que el negacionismo terco de su presidente no solo había minusvalorado el riesgo del contagio en la población, sino en sí mismo. Para su fortuna, no entró en el sistema sanitario por la puerta de atrás, sino por la pasarela VIP. Como a Boris Johnson, esto le salvó la vida. Ahí no ganó la habilidad mediática ni la propaganda, ahí se imponen los científicos y los medios dedicados el sistema de salud. Quienes apostaban por esas cosas tan poco fotogénicas, resultaron ganadores del debate.

La teatralización de la política ha afectado a su raíz. El ciudadano se queja del simplismo de sus representantes, sus patochadas, sus maneras provocadoras. Pero no se para a pensar en que si elige informarse por titulares en la Red y vídeos chocantes en los noticiarios, lo único que sus políticos tienen para llegar a ellos es lograr titulares forzados y momentos llamativos. La inteligencia no siempre es fosforescente, a veces tiene el apagado aspecto de una idea templada y equilibrada. Por todo ello, la intuición que tienen que resguardar los ciudadanos es aquella que les lleva a percibir quién es el responsable de enfangar cada debate, cada conflicto, cada crisis. Es imprescindible escoger a los que escapan de esa definición. Búsquenlos, ahí fuera están. Lo hemos visto en la negociación de la ministra de Trabajo con sindicatos y patronal. Lo fácil es encogerse de hombros y concluir que todos son iguales. Eso es lo que algunos quieren que piensen.

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