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Columna
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Maneras de llevar el burka

Las afganas tendrán derecho por fin a ser nombradas. Un pequeño pero decisivo avance mientras miles de congéneres alientan movilizaciones de diversa índole en otras partes del mundo, como factor de cambio indudable. Pero la mayoría sigue sumida en el anonimato

María Antonia Sánchez-Vallejo
Un grupo de mujeres afganas vestidas con burkas caminan por las afueras de Kabul, Afganistán.
Un grupo de mujeres afganas vestidas con burkas caminan por las afueras de Kabul, Afganistán.Rahmat Gul (AP)

Que las mujeres son activos factores de cambio resulta obvio, como demuestran los casos de Bielorrusia o Tailandia. En el país europeo, una improvisada troika femenina ha sido la espita de una inédita contestación a Aleksandr Lukashenko fermentada por años de abusos de poder. En Tailandia, una mayoría de jóvenes estudiantes ha adquirido especial protagonismo en las protestas antigubernamentales, hartas del patriarcado que informa el establishment, ese entramado inextricable de monarquía, Ejército y budismo. En la defensa medioambiental, a favor del control de armas en EE UU, contra la violencia y la discriminación sexual: las mujeres son hace tiempo una fuerza movilizadora transversal innegable.

Pero la lucha va por barrios, y por clases. De las activistas bielorrusas a las afganas hay un trecho galáctico en detrimento de las segundas, hasta el punto de que su identidad como mujeres debe pasar antes por la identificación: hasta ahora imperaba el tabú de no nombrarlas en público más que como madres, esposas o hijas; es decir, como seres no solo negados, sino anónimos. Por eso resulta muy notable el anuncio de que el nombre de las mujeres aparecerá por primera vez en el carné de identidad junto al del padre. Sostener que la ardua paz que Gobierno y talibanes negocian no será completa si las afganas no logran reconocimiento no es exagerado, máxime cuando temen un retroceso en su situación —difícil ir a peor, en la tumba del burka— por una eventual concesión a los talibanes en aras de un acuerdo.

Tras años de lucha, mediante la campaña virtual #whereismyname, las afganas empiezan a dejar de ser sombras en la arena. Como contaba recientemente Ángeles Espinosa en este diario, su nombre ni siquiera se escribe en sus tumbas; y solo podían aspirar a pasar de ser hijas a esposas, siendo el titular de la mención el padre o el marido. Más grave aún era el caso de las viudas, cabezas de familia sin derechos, ni títulos de propiedad, convertidas en fantasmas por obra y gracia de esa atroz guerra perpetua.

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Sostiene Milan Kundera que la historia de la novela es la de la democratización del protagonista, de los héroes de la épica ancestral al individuo sin atributos de la narrativa contemporánea, pasando por los burgueses que epitomizan el esplendor del género. Pero a la historia de la humanidad aún le falta mucho para una progresión semejante: la igualdad completa de las mujeres, no solo respecto del varón, también entre ellas. Porque igual de anónimas que las afganas existen las refugiadas; los millones de mujeres que retrocederán laboral y socialmente décadas por el impacto del coronavirus; las víctimas de trata o las gestantes por dinero (es decir, por pobreza); mujeres encerradas a la fuerza en burkas diversos. Porque el burka no es solo una cárcel de tela, sino una herramienta de control y un marco mental, el de la marginación.

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