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Columna
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La sociedad del riesgo

Dado que ningún Estado puede lidiar solo con amenazas que son globales, el riesgo no es cooperar con otros, sino no cooperar

Olivia Muñoz-Rojas
Varias personas con mascarillas se reflejan en los espejos de una estación de Corea del Sur.
Varias personas con mascarillas se reflejan en los espejos de una estación de Corea del Sur.Ahn Young-joon (AP)

En los años 1980, tras la catástrofe de la central nuclear de Chernóbil, el sociólogo alemán Ulrich Beck publicó La sociedad del riesgo. El concepto adquirió enorme popularidad, y Beck se convirtió en un referente de la sociología para mi generación. Hace 10 años, tuve la oportunidad de asistir a los seminarios que organizaba en Londres. Muchas de sus observaciones son de enorme actualidad en esta crisis sanitaria y, si no hubiera fallecido en 2015, su aportación al análisis de la situación que vivimos hubiera sido, pienso, especialmente esclarecedora.

Para Beck, la sociedad contemporánea es una sociedad del riesgo en el sentido de que “está crecientemente ocupada en debatir, prever y gestionar riesgos que ha generado ella misma”: desde catástrofes naturales, consecuencia del cambio climático, hasta pandemias y terrorismo. “Los riesgos”, decía, “existen en un estado de permanente virtualidad y solo se vuelven ‘de actualidad’ en la medida en que se anticipan”. Su existencia virtual no es posible “sin técnicas de visualización, sin formas simbólicas (como el cine), sin medios de comunicación, etcétera”. Sin esta presencia virtual, “los riesgos no son nada”. A su vez, la anticipación del desastre, “produce una compulsión a actuar”. Ahora bien, explicaba Beck, “si se anticipan catástrofes cuyo potencial de destrucción nos amenaza a todos, se quiebra el cálculo de riesgo basado en la experiencia y la racionalidad”. En la actualidad, “hay que tener en cuenta todos los escenarios posibles”, aun los más improbables. “Al conocimiento extraído de la experiencia y la ciencia hay que añadir la imaginación, la sospecha, la ficción, el miedo”. Como consecuencia, “el límite entre la racionalidad y la histeria se vuelve borroso”. Es más, argumentaba el sociólogo, dado que esperamos de los políticos que eviten riesgos a toda costa, “estos pueden verse obligados a proclamar una seguridad que no pueden avalar”. A fin de cuentas, “el coste político de la inacción es mucho más alto que el de la sobrerreacción”. Y, vaticinaba, “no va a ser fácil, en un contexto de promesas estatales de seguridad y de unos medios de comunicación hambrientos de catástrofes, limitar y prevenir un juego de poder diabólico con la histeria del no saber”. “No me atrevo siquiera a pensar en intentos deliberados de instrumentalizar semejante situación”, concluía.

Si el análisis de Beck resuena en el contexto de la pandemia actual, su visión del futuro podría tomarse como una señal de alerta. La aspiración al riesgo cero de nuestras sociedades desarrolladas genera el espejismo de que este es posible y abona el terreno a líderes y políticas públicas de corte autoritario y populista que venden seguridad y certidumbre a cualquier precio. Al mismo tiempo, en esta sobrerreacción al riesgo, Beck veía también motivos para la esperanza. Un riesgo percibido como público o compartido “obliga a aquellos que no quieren saber los unos de los otros a comunicarse; asigna obligaciones y costes a los que suelen rechazarlos”. Así, del conflicto en torno a la valoración de una amenaza y sus consecuencias, pueden surgir nuevas normas e instituciones que refuerzan los mecanismos de solidaridad y democracia al interior de los países, pero, sobre todo, entre países. Dado que ningún Estado puede lidiar solo con amenazas que son globales, el riesgo no es cooperar con otros, sino no cooperar.

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