El parlamentarismo difuminado
Los centros de poder están en otro sitio, como se ha visto en julio: el Consejo Europeo discutió y aprobó un documento de 67 folios que marcará de forma determinante la política española del próximo quinquenio
En aquel tiempo, los padres constituyentes dijeron que la forma política del Estado español era la “Monarquía parlamentaria”. Al oír eso, los fieles juristas pensaron que por fin el Estado de derecho reinaba entre nosotros y se había producido el advenimiento de la trinitaria separación de poderes: las Cortes elaborarían las leyes, el Gobierno las ejecutaría y los tribunales las aplicarían en caso de conflicto. Pero los juristas enseguida se dieron cuenta de que el parlamentarismo que traía la Constitución de 1978 no era el parlamentarismo clásico del siglo XIX y principios del XX en el que el Parlamento era el centro de gravedad del sistema político, donde se hacían las leyes y se controlaba al Gobierno, claramente subordinado.
Resulta evidente que la Constitución española, aunque guarda las formas y regula primero las Cortes, bascula del lado del Gobierno: este dirige la política interior y exterior, tiene el monopolio de la elaboración de los Presupuestos, sus proyectos de ley tienen “prioridad” sobre las proposiciones de las Cámaras y, sobre todo, puede dictar normas con rango de ley, bien por delegación de las Cortes (los decretos legislativos), bien motu proprio “en caso de extraordinaria y urgente necesidad” (los decretos leyes). La elección del presidente del Gobierno es todavía una función del Congreso, pero con un sistema pensado para facilitar su elección y dificultar su cese y control. Por su parte, un capitidisminuido Senado queda reducido a una vaporosa función de representación territorial, que lo ha convertido en objeto de numerosas propuestas de reforma, entre las que no falta la de algunos radicales simplistas (entre los que me encuentro) que han pedido su abolición. Por todo esto, no hay ninguna duda de que nuestra Constitución diseñó lo que Boris Mirkine-Guetzévitch denominó cincuenta años antes “parlamentarismo racionalizado”.
Cuarenta años después de haberse aprobado la Constitución ¿sigue siendo adecuada esta calificación de la forma de gobierno, admitida hasta por el propio Tribunal Constitucional? Evidentemente, si no ha cambiado el texto de la Lex legum, la respuesta debería ser que sí. Pero si echamos un vistazo a la práctica política de las instituciones, lo que podríamos llamar la Constitución efectivamente vigente, la respuesta no es tan obvia. Basta recordar quién legisla en España: en lo que llevamos de año, el Gobierno ha dictado 26 reales decretos leyes, y las Cortes, solo dos leyes ordinarias y ninguna orgánica. Y añadamos las decenas de intervenciones del presidente en la televisión, dirigiéndose directamente a los ciudadanos, con sus posteriores ruedas de prensa, mientras que se cuentan con los dedos las comparecencias en el Congreso. Sumemos también las reuniones de los domingos de la Conferencia de Presidentes, sin que se haya visto por ningún lado la Cámara de representación territorial, y en las que —según el presidente del Gobierno— se han pactado normas de tanta trascendencia como el Decreto-ley 21/2020, el de la nueva normalidad.
La oposición responde, mediante ruedas de prensa, con leves críticas a esa forma de legislar; en la que al Congreso solo le queda votar sí o no a la convalidación de los decretos leyes, pero su oposición tampoco es muy cerrada, entre otras cosas porque en las comunidades autónomas en las que gobierna se observa la misma querencia hacia el decreto ley, incluso en comunidades con pequeñas cámaras legislativas como Murcia. Cualquiera que señale que el procedimiento legislativo, el debate en las Cortes de un proyecto de ley con luz y taquígrafos, es una garantía para los derechos de los ciudadanos, será visto poco menos que como un formalista extremo, que no se ha enterado del papel de los partidos y que está dispuesto a poner trabas a la eficaz lucha contra ese enemigo terrible que se llama coronavirus SARS-CoV-2. Y lo mismo se le replicará si se le ocurre recordar que en Estados de gran tradición parlamentaria, como el Reino Unido e Irlanda, sus respectivos Parlamentos han acelerado sus procedimientos para poder aprobar las leyes necesarias contra la pandemia. Hay un consenso político básico sobre la necesidad de permitir que las comunidades tomen medidas eficaces para defender la salud pública, aunque su base normativa no esté nada clara. Como mucho, estaríamos hablando de desajustes formales, sin nada que ver con el peligro de abusos que sí se da en muchos países, como ha advertido el llamamiento en favor de la democracia en el mundo que ha hecho el Institute for Democracy and Electoral Assistance.
Ciertamente, en España no se suspenden elecciones para perpetuar en el poder a los gobernantes, ni se detiene a periodistas incómodos, ni se aprueban leyes para controlar Internet; pero es evidente que nuestra forma de gobierno ha cambiado y muchas decisiones se toman sin la transparencia que, por lo demás, todos los políticos pregonan. El Parlamento ya no ocupa el lugar central del sistema político español. Mantiene su función de legitimación, pero difícilmente se puede decir que en él se toman las decisiones políticas más importantes para España. Los centros de poder están en otro sitio, como se ha visto en los calurosos días de julio: el Consejo Europeo del 17-20 de julio discute y aprueba a puerta cerrada en Bruselas un documento de 67 folios que marcará de forma determinante la política española del próximo quinquenio. Cuando le toca al Pleno del Congreso conocer ese documento, el 29 de julio, no hay una sola votación; todo se reduce a un informe del presidente del Gobierno sobre “los acuerdos del Consejo Europeo”, convenientemente enmarcado en una sinfonía de aplausos y una catarata de reproches. Sí que en ese mismo pleno se ha votado el dictamen sobre Reactivación Económica; pero el resultado tiene tan poca importancia, más allá de comprobar los apoyos del Gobierno, que algunos medios de comunicación ni siquiera lo recogieron. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que las medidas que realmente acabarán en el BOE dependerán más de las recomendaciones que nos haga la Comisión Europea que de lo que diga ahora el dictamen de la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica. En fin, recordemos que en estos días también se le está dando vueltas a la fecha de la nueva reunión de la mesa de diálogo entre el Gobierno y la Generalitat. No voy a insistir en que la sola existencia de la mesa es un éxito independentista en cuanto implica que el Gobierno entra en su marco mental; simplemente señalaré que sea un éxito de los tirios, o de los troyanos, o de los dos, es un instrumento político al margen de las Cortes.
Winston Churchill escribió en su momento que la I Guerra Mundial supuso un cambio fundamental en el Derecho Constitucional británico porque dio un peso institucional al Gobierno que no tenía previamente; pero que no perdió cuando la Guerra terminó en noviembre de 1918 porque suponía una aceleración de la evolución que el sistema político ya había iniciado previamente. Pues bien, la covid-19 está teniendo un efecto similar en el sistema constitucional español: refuerza una tendencia a empequeñecer las funciones de nuestras Cortes Generales, reducidas a poco más que a legitimar la elección del presidente del Gobierno y apoyar sus decisiones convalidando sus decretos leyes. Por eso, me temo que hemos entrado en otro tipo de parlamentarismo, tras el clásico y el racionalizado, le ha llegado el turno al parlamentarismo difuminado.
Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.
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