Hitchcock, el cine que pudo ser
Cuarenta años después de su muerte, la industria ha entrado en la vía muerta de la puerilidad y la alegoría estéril. Las lecciones de películas como ‘Vértigo’, ‘Encadenados’ o ‘Psicosis’ han sido olvidadas
Una cosa no es vulgar porque se la vulgarice. Chesterton
Hubo un tiempo en el que John Ford era considerado por los críticos más empingorotados del país como un mataindios y Alfred Hitchcock como un saltimbanqui de feria. La corriente crítica se orientaba por la brújula de la militancia ideológica supuesta en los productos servidos al público. John Ford murió en 1973, Fritz Lang en 1976 y Sir Alfred en 1980. El director británico fue el último en morir de los directores empeñados en ampliar la capacidad expresiva del oficio que cultivaban. Dejaron una herencia malgastada por una industria que acabó por calcinar las posibilidades de expresión del cine; cuarenta años después, el mercado cinematográfico, infectado de esa enfermedad mortal que consiste en confundir imaginación con fantasía, se ha pulverizado en un caos de sagas, franquicias e infrauniversos.
Durante 53 películas, Hitchcock desarrolló un magisterio cinematográfico no solo brillante, sino, en algunos casos, asfixiante. Brian de Palma puede dar razón de eso. Magisterio debe entenderse aquí de forma literal, es decir, no como un motivo de admiración aldeana de discípulos, público y analistas de variado pelaje, sino como voluntad de enseñar a transmitir ideas y sentimientos con imágenes y no con palabras, como se esfuerzan en hacer los paladines del tardorrealismo social y el cine de combate político. A propósito del magisterio, es muy significativa su declaración ante Truffaut de que Psicosis era una película “de todos los directores”. Fue concebida, quizá presentida, como un experimento para demostrar que una película podía hacerse con poco dinero, obtener grandes ganancias (invirtió 800.000 dólares y ganó 13 millones), sortear problemas técnicos aparentemente insolubles (la famosa escena de la ducha), transmitir sentimientos humanos muy complejos (desde la culpa de Marion Crane hasta el vacío psicopático de Norman Bates) y conducir con firmeza al espectador hacia una posición incómoda (y reveladora) de simpatía con el asesino. Psicosis es un manual de estrategia para cambiar o entrecruzar las líneas de tensión del espectador y un tratado sobre el punto de vista en las artes visuales, más denso incluso que La ventana indiscreta.
Llegados a este punto, hay que recurrir a la sagacidad de Walter Benjamin para sondear la matriz visual hitchcockiana. “Con el cine —observa Benjamin— surge una nueva región de la consciencia. No por el curso continuo de las imágenes, sino por el cambio repentino de perspectiva”. Y esto es la mina que explotó Hitchcock y, hasta cierto punto (siempre entendió que su ámbito natural de producción era el cine comercial), investigó. La nueva región de la consciencia que se abre al espectador llega, por meandros intrincados y manipulaciones tácticas visuales, hasta el punto de la identificación secreta, pero manifiesta, con el asesinato o la transgresión. Quiera o no, el mirón sentado en la sala oscura (he aquí una razón más para deplorar, incluso execrar, el cierre de los cines) llega a reconocer su oscuridad interior. Queremos que el coche de Marion Crane desaparezca en el pantano (Psicosis), que Bruno mate a la mujer de Guy y este al padre de Bruno (Extraños en un tren), que Scottie transforme a Judy en Madeleine (Vértigo), simpatizamos con el espía Vandamm y su dolorosa pasión por Eve Kendall (Con la muerte en los talones) y compadecemos al pronazi marido burlado Alex Sebastian (Encadenados) incluso a contracorriente de la poderosa historia de amor de Devlin y Alicia.
La autoconsciencia del espectador ante las imágenes de Hitchcock procede sin duda de un manejo táctico insuperable del lenguaje cinematográfico. Nunca rodó un plano o una secuencia cuyo único valor fuera el de fotografiar a los personajes parloteando, como se complacen en filmar los directores contemporáneos que operan como simples organizadores de la producción (Ridley Scott podría ser un buen ejemplo de ello). “Si la puesta en escena existe es para contraer el tiempo o bien para dilatarlo, según nuestras necesidades”, explicó. Hoy sabemos que la política de autores es una herramienta limitada, aplicable tan solo a unos pocos talentos. Sir Alfred fue uno de ellos.
Véase lo que es cine para Hitchcock: en Extraños en un tren. Bruno acude por la noche a ver a ver a Guy para comunicarle que ha matado a su esposa; cuchichean en las sombras frente a la mansión de la novia de Guy, separados por una reja; Guy se escandaliza y reprocha el crimen a Bruno; pero cuando llega la policía, Guy se asusta e instintivamente pasa al lado de la reja que ocupa Bruno; no se necesita más para evidenciar la íntima unión entre el mal y el supuesto bien, entre la psicopatía y el orden establecido. El plano que desciende desde lo alto de la escalera a la mano de Alicia con la llave es sin duda una proeza técnica, pero Encadenados no sería la obra maestra que es sin la sencilla composición de los protagonistas sentados en el parque; él, un hombre asustado por un amor que no sabe manejar, se refugia en un cáustico comentario sobre la resaca; ella, destruida más por la gelidez de él que por el veneno de Sebastian y su madre terrible, le sigue desesperada la corriente. Pocas veces el dolor ha traspasado de manera tan escalofriante una pantalla. En Falso culpable es justamente reconocida la secuencia en la que Manny Balestrero desgrana las cuentas de un rosario pidiendo un milagro mientras empieza a superponerse la imagen del auténtico atracador; pero el magisterio del filme está en detalles de desolación, como el estupor de Manny conducido a la celda y la mirada vacía hacia sus propios pies. El apocalipsis de Los pájaros mide los ataques de las aves según la declaración de angustia de los protagonistas y pivota sobre la secuencia sencilla y larga, pero desasosegante, de la conversación en la cafetería donde se atiende a Melanie Daniels.
El director de Frenesí era bien capaz de jugar con los fuegos de artificio, pero no es en las piruetas técnicas donde se le encuentra. Fue un “creador de formas”, como Ford, Murnau o Lang. Su reconstrucción artística de la realidad parece irrepetible en cuanto propia y hace imposible entender el resultado final de sus filmes solo con el desarrollo argumental. La acción se explica por su concepción formal. Hitchcock opera según antinomias básicas: apariencia/realidad, deseo/obsesión, armonía/caos, razón/pecado original… Los pájaros, por ejemplo, va más allá del caos circunstancial en la naturaleza provocado por la frivolidad de la especie humana; atañe al desorden estructural, al arquetipo del pecado original irredimible.
La expectativa de un cine simbólico, rival de las triviales alegorías del cine político dominante y de las pueriles necedades superheroicas, murió con Hitchcock. Jung aclaró el sentido de las imágenes simbólicas: “Expresan la concordancia del sujeto experimentador con el objeto experimentado”. La industria y la intelligentzia cinematográfica no pudieron administrar, ni siquiera entender, las lecciones de Vértigo, como tampoco administraron las de Centauros del desierto o La mujer del cuadro. El cine ha entrado en la vía muerta de la puerilidad babeante, las comedias sin esquinas y el compromiso alegórico que tanto despreciaba Nabokov. Quedamos, pues, a la espera de la última sesión de fotografías en movimiento de Disney, la Marvel o cualquier otro subproducto derivado del conglomerado financiero-industrial cuya función es sumir al espectador en la inconsciencia.
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