Deja de traer chicas blancas a casa a cenar
Si algo hemos aprendido ya es que la aparición de alguien en causas en las que no se le espera se debe a su interés por dinamitarlas
Una mujer negra está dentro de un coche aparcado y lleno de enseres con su hija, ve acercarse a la policía y le dice a la niña: “Enseña las manos”. Tres negros de viaje reciben el aviso del sheriff: se encuentran en un condado en el que solo los blancos pueden estar cuando sea de noche, y faltan siete minutos para que se ponga el sol. La primera es una escena de Pequeños fuegos en todas partes, la novela de Celeste Ng (publicada por Alba y traducida por Pablo Sauras) de la que Amazon ha estrenado una adaptación televisiva, y la segunda de una serie en HBO, Territorio Lovecraft. La realidad, naturalmente, es mucho peor y ha sido debidamente retratada en la ficción; por poner dos ejemplos, el New Orleans State tituló en 1919: “3.000 personas quemarán a un negro” y en el Daily News de Jackson se anunció un día: “John Hartfield será linchado por una muchedumbre de Ellisville a las cinco de la tarde de hoy” (fuente: BBC según documentos de la ONG Iniciativa para una Justicia Igualitaria). Hace unos días, en fin, Jacob Blake, de 29 años, recibió siete tiros por la espalda de un policía a un metro de distancia; no solo no enseñó las manos, sino que desobedeció al agente que le ordenó pararse. Tal delito, tal castigo.
Así se entiende mejor la conmoción, acompañada de un ruidoso “je”, que ha provocado el insulto de un jugador negro de la NBA a otro blanco (“puto blanquito”) y la sonrisa condescendiente de quienes se han apresurado a difundir el suceso, cuando no a informar de él, con el tradicional encogimiento de hombros que equivale al “y ahora qué hacemos” o “quién lleva razón”, despojándolo de cualquier sentido histórico; un desenfado ideológico familiar porque, con el mismo empacho, aparece siempre en la excepción o el exotismo, desde el asesinato de un hombre a manos de una mujer hasta el apoyo de cualquier persona de una clase desfavorecida al partido que promete desfavorecerla aún más. Son sucesos que suelen ser amplificados para ser utilizados como método de impugnación, matización o caricaturización de una causa. Tal caso personal, tal tesis.
En la novela Pequeños fuegos por todas partes, los chicos de la fabulosa familia Richardson debaten sobre si hay racismo en su ciudad tras ver un programa titulado ¡Deja de traer chicas blancas a casa a cenar! “Aquí nadie es racista”, dice una de las hijas. “Todo el mundo lo es”, objeta su hermano. “No”, dice ella: “Llevo un año saliendo con Brian y a nadie le importa un carajo que yo sea blanca y él negro”. Y él zanja: “¿No crees que sus padres preferirían que saliese con una chica negra?”. Quizá sí, para evitar que escuche esas conversaciones. Hoy en día, y quedan varios siglos de remontada, el negro que insulta a un blanco por blanco es noticia no tanto por racista como por gilipollas, siempre que no eche al blanco del trabajo, le pegue una paliza o le ordene detener. Y hoy por hoy, también, darle al insulto “blanquito” la misma gravedad que a “negrito” para denunciar el mismo racismo es una manera perversa de fomentarlo. Si algo hemos aprendido ya es que la aparición de alguien en causas en las que no se le espera se debe a su interés por dinamitarlas, de ahí el “contra todas las violencias” cuando hay que condenar una en concreto, “contra todos los racismos” en el Black Lives Matter y la presunción de inocencia en una denuncia de violencia de género salvo que se trate de un inmigrante. Tal bombero, tal fuego.
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