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Columna
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¿Qué república?

Vamos a necesitar un debate que rellene este concepto con aspectos más específicos, útiles e inclusivos

Jorge Galindo
Banderas republicanas en una marcha en Madrid.
Banderas republicanas en una marcha en Madrid.Claudio Alvarez

Mi abuelo paterno contaba que su padre, Ginés, fue un monárquico que luchó con el bando republicano durante la Guerra Civil. Porque “el [inserte insulto] de Franco no iba a instaurar la monarquía en su vida”. Igual que mi bisabuelo era un monárquico condicional y matizado, uno puede ser un republicano del mismo estilo, que prefiere una república a una monarquía, pero no cualquier república sobre cualquier monarquía, ni en cualquier momento, ni a cualquier precio.

A mi entender, cuando abrimos el foco comenzamos a entender que la mochila que arrastra la contraposición entre monarquía y república en España oscurece la precisión necesaria para abordarla. No se trata de deshacernos de esa carga, sino de ponerla en su justa dimensión junto a otras preguntas: ¿cuál es el menú de repúblicas en el que estamos pensando? ¿Cómo afectaría cada una de ellas a tal o cual aspecto de la toma de decisiones? ¿Qué otras piezas habría que tocar, y en qué dirección? Porque si el atractivo estético y simbólico del dilema monarquía vs. república (en realidad, de su base histórica) oscurece los matices de su impacto a futuro, sucede lo contrario con las reformas paralelas: no hablamos lo suficiente de formatos de la Administración, ni de descentralización, ni de separación y relación entre poderes, ni de capacidades y procesos en el legislativo o en el judicial. Esas son las tuercas y tornillos que realmente determinan el funcionamiento de una república, más que la forma de elección de su cabeza.

En el trayecto de definirlas se da, además, la particularidad de que el consenso es un fin en sí mismo. El único que garantiza la estabilidad propia de una forma de Estado, un arreglo constitucional, que no puede surgir de la mitad más uno de la población si queremos que perdure. En la República con mayúscula se encuentran algunos partidarios, pero probablemente no los suficientes, y una parte no despreciable con motivaciones alejadas de la construcción de acuerdos. De hecho, más bien cercanas a la polarización como estrategia cortoplacista. Lo mismo sucede en torno a la Monarquía actual, que cuenta con su propia mayúscula, y ciertos sectores acérrimos a los que el consenso cada vez les queda más lejos. En una república sin mayúscula quizás haya más gente, pero para comprobarlo vamos a necesitar un debate que rellene este concepto con aspectos más específicos, útiles e inclusivos.@jorgegalindo

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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