Euromarshall
Merkel ha sabido encarnar el interés general del conjunto de los europeos. Incluidos los vikingos del Mar del Norte
En el peor año bisiesto que se recuerda, cargado de malas, peores y horribles noticias, destaca como mejor antídoto posible un inesperado acontecimiento, tan venturoso por lo que ya ofrece como esperanzador por lo que promete deparar para el futuro de la UE. Me refiero al gran acuerdo alcanzado el pasado 21 de julio por el Consejo de la Unión respecto a la constitución de un Fondo de Recuperación de los daños sufridos por la Covid-19 dotado con 750.000 millones de euros: 390 mil en transferencias directas (140 mil para nuestro país) y 360 mil en créditos, sin más condiciones que presentar planes que han de ser aprobados por mayoría cualificada con opción de los Estados miembros disconformes de elevar el caso al Consejo Europeo.
Este acuerdo digno del Plan Marshall había sido descartado como improbable por casi todos los observadores a juzgar por la frontal oposición de los llamados países frugales, que eran el corazón mismo de una coalición algo más amplia de países nuevos hanseáticos, con suficiente poder de veto como para bloquear con éxito al poderoso directorio de los cuatro grandes (Alemania, Francia, Italia y España) presididos por el eje carolingio París-Berlín. Sin embargo, como por arte de magia, la firme voluntad de Merkel logró vencer contra pronóstico toda resistencia y convencer de las ventajas del acuerdo a los más reluctantes. ¿Cómo fue posible semejante milagro?
Pensando en ello me acordé del más grande sociólogo comparatista de la segunda mitad del siglo pasado, el noruego Stein Rokkan, cuyo centenario celebraremos el año que viene aunque murió hace poco más de cuarenta años en la flor de su madurez. Sostuvo Rokkan: “No es posible explicar las marcadas variaciones en la estructuración de la política en Europa occidental sin observar muy atrás en la historia, sin analizar las diferencias en las condiciones iniciales de los primeros procesos de organización territorial y de construcción del Estado” (véase la excelente edición de sus escritos fundamentales, compilada por Peter Flora y traducida por el CIS en 2017).
Pues bien, según el mapa conceptual de Europa propuesto por Rokkan, el destino del subcontinente depende desde hace un milenio de la tensión territorial entre el centro del imperio romano-germánico, hoy representado por la Alemania de Merkel, y su periferia exterior articulada por los centros de poder ribereños del Báltico y el Mar de Norte: Reino Unido, Suecia, Dinamarca y los Países Bajos. Hoy como ayer, nada nuevo bajo el sol. Esto permite entender por qué Merkel decidió renunciar al austericidio para apoyar la solidaridad con los países mediterráneos. No sólo porque ya no se presenta a su reelección (dado el aforismo de Juncker: “sabemos qué hacer pero no cómo volver a ganar elecciones”), y porque ha aprendido de sus pasados errores del que le remuerden la conciencia, sino porque desde su posición central y mayoritaria, como empresaria política responsable del entero continente, ha sabido encarnar el interés general del conjunto de los europeos. Incluidos los vikingos del Mar del Norte.
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