El próximo dilema
Llegue cuando llegue la vacuna, su distribución será injusta y miope
Vas conduciendo a toda pastilla cuesta abajo cuando, de repente, fallan los frenos del coche. Tu única opción es atropellar a una anciana o a 20 niños de un colegio. ¿Qué haces? Tienes un segundo para pensar, y todo lo que sientes y has aprendido de ética se queda muy corto para guiar esa decisión. O consideremos un caso más familiar para los amantes de Netflix: si tu única elección es condenar a muerte a miles de personas o torturar al terrorista para que te diga dónde ha colocado la bomba, ¿de qué sirve todo el repudio a la tortura que has asimilado durante décadas? Los principios generales dejan de servirte, y tienes que tomar una decisión donde ninguna de las dos alternativas te permite una salida airosa. Vas a infringir forzosamente varios mandamientos y artículos del Código Penal. A los neurocientíficos y los filósofos les encantan estos dilemas del diablo porque presienten, tal vez correctamente, que son una ventana abierta a los mecanismos inextricables de la moralidad humana, que deben estar en alguna parte de nuestra cabeza, por definición de cabeza.
Los Gobiernos se van a enfrentar pronto a uno de estos dilemas del diablo. Uno de los gordos, porque se refiere a la vacuna del coronavirus. La parte científica de esta cuestión está funcionando razonablemente bien, por todo lo que sabemos. Los institutos científicos con experiencia en el desarrollo de vacunas se han volcado en la covid-19 y tienen 200 proyectos de vacuna en distintas fases de desarrollo. En general, colaboran con la industria, y hacen muy bien, porque sin las grandes instalaciones y recursos de las empresas será imposible fabricar estos productos a la escala necesaria, que es enorme. Idealmente, habría que producir 8.000 millones de dosis para cubrir a la población mundial, pero nunca hemos hecho eso de una tacada, y tampoco lo podremos hacer esta vez, así que habrá que tomar decisiones muy difíciles. O atropellamos a la vieja o al colegio. El dilema del diablo.
Hay un amplio consenso científico en que los primeros en recibir la vacuna deben ser los trabajadores sanitarios, desde las médicas hasta los celadores. No solo se trata de protegerlos a ellos, sino de impedir que se conviertan en focos infecciosos y contagien al resto de sus pacientes, familiares, amigos y conocidos. Esto es de cajón y no supone ninguna novedad. A continuación, deberían venir los grupos de riesgo, como la gente mayor y los enfermos respiratorios crónicos, pues ello evitará muertes. Muchas. Solo entonces podremos empezar a vacunar a los ciudadanos de las zonas donde el virus se propaga con más eficacia. Y al final de la lista estaremos usted y yo, desocupado lector, que no somos más que casos particulares de la población general. Hasta aquí está todo bastante claro.
Pero luego tendremos que plantearnos una cuestión todavía más espinosa, por si nos hiciera alguna falta. ¿Recibirán antes la vacuna los sanitarios africanos o los ricachos de Occidente, que, redondeando un poco, no la necesitan por su bajo riesgo de contagio? Si el mundo estuviera regido por la racionalidad científica, deberían recibirla los primeros. Como no lo está, la recibirán los segundos. Tanto Estados Unidos como la Unión Europea llevan meses maquinando para obtener sus dosis. ¿Creen que la salud pública de los países pobres va a detenerles? Oh, vamos.
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