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Columna
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Del estado de alerta al estado de fatiga crónica

El virus vuelve a circular, y esta nueva escapada hacia lo desconocido nos coge en una situación psicológica mucho más precaria

Milagros Pérez Oliva
Una sanitaria ataviada con un equipo de protección individual.
Una sanitaria ataviada con un equipo de protección individual.Olmo Calvo

Conforme las cifras de nuevos contagios y hospitalizaciones se van encaramando en las estadísticas, los ánimos van decayendo. El virus vuelve a circular y aunque ahora lo tiene más difícil porque nos protegemos más y los sistemas sanitarios están mejor preparados, esta nueva escapada hacia lo desconocido nos coge en una situación psicológica mucho más precaria. Ya no estamos en fase de alerta ante una amenaza nueva y desconocida, dispuestos a hacer lo necesario para protegernos y proteger a los demás, sino en una fase de agobio y resignación. Estamos cansados. Ya no se trata de cambios drásticos pero temporales en el marco de un esfuerzo colectivo excepcional capaz de hacer surgir lo mejor de nuestra condición humana, sino de adaptarnos a un peligro ubicuo, silencioso y persistente que nos acecha y que no parece dispuesto a dejarnos en paz. Y la perspectiva ya no es de un sacrificio temporal, sino de un estado de excepción indefinido, al menos hasta que dispongamos de una vacuna.

Hemos pasado del estado de alerta al estado de fatiga pandémica, una mezcla de cansancio, desánimo y malestar bien descrito en literatura médica de las plagas y las pestes. Ya a mediados de mayo, Hans Kluge, director regional de la OMS para Europa, advirtió de que la fatiga de la pandemia podía poner en peligro los logros alcanzados por una creciente desconfianza hacia las autoridades, un mayor recorrido para las teorías de la conspiración y la aparición de movimientos contrarios a las restricciones. Algo de eso estamos viendo ya en Cataluña, con una polarización ante la nueva situación que amenaza con convertirse en un factor de fractura social. Por un lado las personas vulnerables, asustadas e hipocondríacas, que tienden a recluirse porque se sienten amenazadas por cualquier persona con la que se crucen con la mascarilla mal puesta. Y por otro, la de quienes pasan de todo, una reacción que en unos casos se nutre de despreocupación, especialmente entre los jóvenes, y en otros de puro negacionismo alimentado por las teorías de la conspiración.

Y en medio de todo ello, emergen los intereses amenazados por el virus, que se organizan contra las restricciones, como esos empresarios del ocio nocturno que se consideran atacados por las autoridades sanitarias, como si sus negocios fueran una actividad segura y no tuvieran nada que ver con esos brotes masivos de contagios entre jóvenes. Es una nueva situación mucho más difícil de gestionar que la que nos llevó a un confinamiento estricto en el mes de abril. ¿Cómo reaccionar? Con pedagogía y transparencia, desde luego. Pero también con firmeza. La que requiere defender el bien común, que en este caso es seguir evitando que la gente enferme y muera.

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