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Columna
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Proyecto europeo: ‘zero points’

Lo que pretendía ser un coro se ha convertido en una versión del Festival de Eurovisión pero sin fiesta

Jorge Marirrodriga
El grupo finlandés Lordi celebra su victoria en el Festival de la Canción de Eurovisión 2006.
El grupo finlandés Lordi celebra su victoria en el Festival de la Canción de Eurovisión 2006.EFE

Cuando los padres fundadores del proyecto europeo dieron los primeros pasos tenían en mente algo parecido a un coro. Unir voces muy distintas —que hasta entonces no solo habían cantado por separado sino que se habían insultado constantemente— en una misma armonía que causara asombro de propios y extraños. ¿Cómo, de pronto, esos cantantes tan diferentes y que se odiaban podrían ejecutar una pieza hermosa? Hubiera sido posible, pero a tenor de lo que sucede en los últimos tiempos en la Unión Europea el experimento musical se ha ido transformando en una competición entre países por ver quién impone su melodía a los demás y donde la calidad de lo que se canta es a menudo manifiestamente mejorable. Es decir: el Festival de Eurovisión, pero sin buen ambiente ni fiesta.

A la hora de la verdad, el espectáculo ofrecido en Bruselas este fin de semana no dista mucho del que se vive una vez al año mientras las capitales europeas van votando a sus canciones preferidas. Hay de todo: artistas melódicos como Conte, amantes del folklore nacional como Orbán o empeñados en gustar a todos como Sánchez. Holanda ha sorprendido este año con el estilo punk-destroyer de Rutte, estilo huérfano tras el abandono de sus creadores en la Unión: los británicos.

La dinámica eurovisiva tiene sus cosas. Quienes suben al escenario como favoritos muchas veces sufren un revolcón cuando llegan las votaciones. El intérprete puede ser bueno y la canción aceptable, pero los votos deciden y al final al cantante no le queda más que ondear la banderita, sonreír y aceptar el resultado. Ahí está la candidatura de Nadia Calviño al Eurogrupo, perdida en el último minuto en el televoto a manos de un irlandés. No en vano, Irlanda ha ganado en siete ocasiones el Festival y ostenta el liderazgo eurovisivo. Por detrás va Suecia, cuyo primer ministro, el socialdemócrata Stefan Lofven, ya le dijo a Pedro Sánchez antes de la cumbre que, aunque comparten estilo musical —ambos son socialdemócratas—, no contara para la reunión de Bruselas con los doce puntos de Suecia, ni con los diez, ni con los ocho…

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No hay que ser derrotistas. A Eurovisión se le dio por muerto hace unos años y, guste o no, es innegable su resurrección. Introdujo algunos cambios, alguno incluso sorprendente como invitar a participar a Australia. Y ha sido un éxito. No significa esto que haya que proponer a Camberra la incorporación como Estado miembro a la UE, aunque como respuesta al portazo británico hay que reconocer que no estaría nada mal. La solución a esta disonancia armónica deberá salir de dentro, sin fuegos en el escenario, caretas, ni trucos para contentar al electorado propio. Siempre hay esperanza. Un día puede aparecer un portugués con un piano y unos violines que deje a todo el mundo con la boca abierta. Salvador Sobral lo hizo.

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.

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