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Tribuna
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A Alemania le falta mirar al Sur

Durante la presidencia semestral, Berlín debe emplearse a fondo para negociar con imparcialidad, saber identificar posiciones comunes, e insertar una ‘Südpolitik’ en su mirada a largo plazo

Ignacio Molina
Tribuna Molina
MARTÍN ELFMAN

Pese a estar en una esquina alejada del Báltico, es fácil recorrer el centro de Tallin imaginando que uno pasea por Lübeck o por la vieja Hamburgo. La nobleza alemana que llegó con la Hansa siempre fue la élite social de la capital estonia, pero, como me dijo el guía local que enseñaba la cabaña construida por el zar Pedro el Grande tras conquistarla, la ciudad siempre estuvo bajo control sueco o ruso porque “Alemania nunca ha sabido ejercer el poder”. La frase me pareció una forma brillante de resumir la Historia moderna de Europa. La nación más grande, ubicada además en el corazón geográfico y sin fronteras naturales, se habría movido durante siglos entre una tendencia irrefrenable a la expansión y su incapacidad secular para organizarse políticamente. Mientras todos los demás países bañados por el Atlántico creaban imperios globales (incluyendo a los pequeños Portugal, Holanda o Dinamarca), los alemanes quedaron atrapados por la división religiosa y territorial. Y, cuando por fin consiguieron un Estado tardío, solo supieron compensar su impericia en la gestión del poder atacando repetidamente y sin causa justa a todo su entorno y más allá. No es ninguna exageración afirmar que sin una Alemania incontrolable no habría integración europea. Ellos son la causa, por mérito inverso, de su nacimiento.

La CECA y el Mercado Común no fueron solo los mecanismos inteligentes y magnánimos que inventó Francia para gestionar la agresividad de su vecino, ni tampoco el inesperado regalo que recibieron los fabricantes alemanes para llenar el continente de sus coches y neveras a partir entonces. El método comunitario supuso también el modo institucional idóneo de escapar a ese aparente destino marcado por no saber ejercer el poder y tender a hacerlo por defecto o por trágico exceso, tanto hacia fuera como hacia su propia población. El proyecto supranacional, con sus equilibrios y contrapesos, era justo lo que necesitaba Alemania para reprimir su lado oscuro y ensalzar el positivo: el dominio del Derecho y el respeto a las reglas, el ahorro y la estabilidad de precios, la capacidad industrial y comercial, y una honesta vocación de reconciliarse con sus antiguos enemigos.

Alemania administró en los primeros años su pertenencia de modo comprensiblemente timorato. Dispuesta a contribuir más que el resto al presupuesto común y cómoda en la cesión del protagonismo político a los demás. Pero a partir de la reunificación empezó a verse más fuerte en el espejo y, cuando llegó la crisis de deuda, gestionada de modo lamentablemente intergubernamental, aparecieron los viejos fantasmas de su torpeza al ejercer el poder: demasiado agresiva con los más débiles de la eurozona y, al mismo tiempo, dubitativa a la hora de asumir su obligación de proteger los mandamientos de la ley europea que desde 1950 también se resumen en dos: no humillarás y buscarás soluciones que generen sumas positivas para todos. Por suerte, a partir de 2012-2013, con un italiano en Fráncfort y una gran coalición en Berlín, el clima intelectual empezó allí a cambiar, con pedagogías correctas sobre lo que se espera del principal país miembro. Que no es ser un hegemón reluctante, sino un líder empático y convencido.

Ahora estamos en las puertas de otra recesión, tal vez más terrible que aquélla, y el azar del calendario ha querido poner a Alemania al frente del Consejo de la UE en este semestre tan trascendental (que se une al hecho de tener a una compatriota al frente de la Comisión). No se suele conceder mucha importancia al papel de las presidencias semestrales, sobre todo después de que el Tratado de Lisboa limase sus competencias, pero nos equivocaríamos al despreciar el importante margen del que va a disponer esta presidencia rotatoria para encauzar la gobernanza del plan de recuperación acordado tras larguísimas sesiones en el Consejo Europeo. Los estudios europeos concuerdan que hay Estados pequeños o excéntricos mal capacitados para el semestre, o que solo persiguen favorecer su agenda nacional oculta. Alemania, en cambio, no se puede permitir esto y tendrá que emplearse a fondo en las otras tres tareas que se esperan de una gran Presidencia: ser imparcial en las negociaciones (broker honesto), ser eficiente al identificar posiciones comunes (buen organizador) y mirar a largo plazo (líder con visión).

¿Cómo podemos ser de utilidad en esa tarea? Pues mucho más de lo que pensamos. También nosotros tenemos deberes y la UE necesita que los cumplamos. Y no pienso ahora, o no solo, en reformas estructurales por realizar o estabilidad fiscal que cumplir. Me refiero a un papel mucho más político y que conecta nada menos que con la Historia apuntada al comienzo de estas líneas. Alemania nació a finales del siglo XIX indudablemente inclinada hacia el norte prusiano. Luego, tras siglo y medio de desorientación belicista, supo mirar al Oeste, y reconciliarse con franceses y anglosajones generando las bases de su prosperidad y seguridad (que han sido las de todo Occidente). Años más tarde, su diplomacia se orientó al Este y de aquella Ostpolitik salió derribado el Muro que dividía al país y atrajo a Europa una decena de nuevas, aunque a veces mejorables, democracias. Pero a Alemania le falta mirar al Sur. Ha de hacerlo ahora. Y conceder a esa apuesta la misma que ha hecho antes con los demás puntos cardinales.

Esa Südpolitik es trascendental, porque un Sur roto por los efectos de la pandemia y con percepción de abandono sería el fin de la integración. Pero también nos toca demostrar a esta Alemania, que parece haber aprendido las lecciones de la anterior crisis, que ha acertado en su honrosa apuesta por alejarse de los “frugales”. Ahora nos necesitamos mutuamente. España tiene, además, una responsabilidad especial. Tal vez porque es el único Estado miembro que no ha librado guerras contra los alemanes en los últimos tres siglos y donde la admiración se impone claramente a los agravios. Tal vez porque compartimos con ellos un europeísmo instintivo que identifica la integración como la vía para encontrar la mejor versión de nosotros mismos. Y el que quiera la peor, puede visitar en un museo de Madrid el contra-icono universal de las relaciones bilaterales que en su día pintó Picasso.

Ignacio Molina es profesor en la UAM e investigador en el Real Instituto Elcano.

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