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Columna
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El rey desnudo

Que haya tenido que ser un fiscal suizo el que haya sacado a la luz lo que antes se cubría con un velo de opacidad debería hacernos pensar como sociedad

Julio Llamazares
El Rey emérito Juan Carlos I durante un discurso de Navidad en La Zarzuela.
El Rey emérito Juan Carlos I durante un discurso de Navidad en La Zarzuela.EFE

La Nochebuena del 2011, mientras hacíamos tiempo para la cena, millones de españoles escuchamos por vez primera el discurso de Navidad del Rey para saber qué decía un año en el que su yerno estaba siendo juzgado por corrupción. Las palabras del monarca fueron muy claras: “La justicia es igual para todos. Vivimos en un Estado de derecho y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada con arreglo a la ley”.

Cuando dijo estas palabras, parece ser que el rey Juan Carlos I estaba presuntamente sacando de una cuenta sin declarar en Suiza 100.000 euros al mes para sus gastos, pues con su asignación real no le alcanzaba para cubrirlos. Siempre presuntamente, el rey mantenía por aquella época una relación secreta que explicaría esos altísimos gastos, pues cazar elefantes en Botsuana cuesta mucho y mantener dos familias paralelas más. Así que o no escuchó sus propias palabras (vale que se las escriban, pero que ni siquiera preste atención a lo que él mismo lee…) o pensó que a él nunca le pasaría como a su yerno, pues su inviolabilidad constitucional como rey le garantizaba la impunidad.

Un traspiés en un safari, el último de una larga serie, le llevó poco tiempo después a la abdicación tras tener que pedir perdón públicamente a sus súbditos por consejo de sus asesores como un niño sorprendido en un renuncio, en una de las escenas más lamentables que a uno le ha sido dado contemplar. Desde ahí hasta hoy todo ha sido una cuesta abajo para un rey que, desprovisto de su traje maravilloso como el del cuento de Andersen, ha pasado de ser intocable, invisible e impune a convertirse en pasto de maledicencias y en objeto de la ira general en un momento, además, en el que la sociedad sobre la que reinó no está para muchas bromas, dada la situación económica que atraviesa. Las continuas revelaciones de sus presuntos negocios turbios junto con el patetismo de su figura deteriorada física y anímicamente hacen de él un personaje de tragedia griega, aunque no más que su heredero, que está sufriendo en sus propias carnes, conociese las andanzas de su padre o no, las consecuencias de la descomposición de la imagen pública de una familia real en la que cualquier parecido con una de cuento es una ficción. “El hombre arruinado lee su condición en los ojos de los demás con tanta rapidez que él mismo siente su caída”, escribió William Shakespeare en una de sus tragedias, la de aquel rey que vio cómo todo se hundía a su alrededor en medio de una tempestad de odios.

Cómo terminará la tragedia de la familia real española es algo que se me escapa. Intuyo que la estrategia del pulpo (desprenderse de sus tentáculos apresados para sobrevivir el resto) no puede repetirse siempre, pero tampoco me atrevo a pronosticar el futuro de la monarquía española como últimamente vienen haciendo muchos, entre ellos los responsables de la opacidad que hasta ahora ha envuelto a la familia real, y especialmente al Rey emérito, del que, pese a ello, se hablaban y se sabían bastantes cosas que ahora salen a la luz. Pero que haya tenido que ser un fiscal suizo el que haya dicho públicamente que el rey está desnudo debería hacernos pensar como sociedad. Vuelve a hablar Shakespeare, cuyo sentido de la tragedia nadie ha superado aún: “Es el destino el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos”.

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