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Tribuna
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El retorno de la Aischrópolis, la ciudad fea, y su democracia agonizante

La humanidad enfrenta una epidemia en que, además de combatir un virus impredecible, tiene que lidiar con la arrogancia e ignorancia de quienes gobiernan

Una representación de Pericles durante el jucio de Aspasia en Atenas.
Una representación de Pericles durante el jucio de Aspasia en Atenas.Time Life Pictures (The LIFE Picture Collection via )

Corría el Siglo de Oro de Atenas (461-429 a.C.) cuando Pericles, arconte elegido por la Asamblea del Pueblo (Ekklesía), hizo prosperar en la polis el arte, la filosofía, la literatura y, especialmente, la política, como “el arte de discernir”. Era la época de la Callípolis ateniense, la “ciudad bella” regida por la democracia. En ella, el gimnasio y el théatron constituían el acceso al conocimiento de los politēs (“hombres libres”). Pero era fundamentalmente en el teatro que no solo los hombres libres tenían el derecho a participar, sino que también los metecos (extranjeros), las mujeres y los esclavos. Allí, todos podían ser parte de la isonomía democrática, gracias a que el Estado costeaba las entradas a quienes no podían pagar.

Esparta, una severa oligarquía donde pocos tenían derechos, veía con malos ojos la política de “derechos iguales” de Pericles en Atenas. Temía sucumbir ante el poderío de la Callípolis democrática, pues algunas colonias de la Liga del Peloponeso empezaban a sublevarse, pretendiendo unirse a Atenas. Esparta presionó a los atenienses hasta que, en el 431 a.C., empezó la guerra.

Para proteger a los habitantes rurales del Ática de los espartanos, Pericles los trasladó a la ciudad amurallada, pero no se preocupó de darles un techo donde vivir. Estos, hacinados en las calles y templos, sufrieron las inclemencias de una epidemia sin igual, que convirtió la Callípolis en la fea Aischrópolis (de aischron/aischrótes, feo/fealdad y polis, ciudad-estado).

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Aunque Atenas ganó las primeras escaramuzas de la guerra, en el verano del 430 a.C. tuvo que combatir otro enemigo, invisible e impredecible, del cual solo se sabía que provenía de Etiopía. “Llegó de un modo inesperado, [provocando] fiebres intensas, estornudos y ronqueras y, en no mucho tiempo, la afección bajaba al pecho acompañada de fuerte tos. [El cuerpo] quemaba tanto que no soportaban vestirse, [andaban] desnudos. Muchos [se arrojaron] en pozos, dominados por una sed insaciable. Al contagiarse por cuidar unos de otros, morían como rebaños”, cuenta Tucídides en Historia de la Guerra del Peloponeso.

Al principio, relata Tucídides, los que más sucumbían eran los médicos, que, desconociendo el tipo de mal, no podían sanar ni a sí mismos, propagándose la epidemia como el fuego espartano en los campos. Las oraciones en los santuarios tampoco servían; al contrario, al aglomerarse en los templos, muchos de los suplicantes morían, quedando sus cuerpos tirados allí. Ni las aves de rapiña se acercaban a los cadáveres arrojados por doquier, provocando incluso que ese año los espartanos suspendieran los ataques para no contagiarse.

Con la epidemia, que hoy se cree que era fiebre tifoidea, Atenas se transformó en Aischrópolis, donde el espíritu se corrompe, la maldad y falsedad corren sueltas por sus calles, y los vicios abren los portones de la polis a la temida Hybris, la señora del mal de la Edad de Hierro que, para Hesíodo, incitaba la arrogancia, la ambición, la ignorancia y la injusticia.

El descontrol creció aún más cuando, en el 429 a.C., Pericles murió de la epidemia. A partir de ese año, Atenas fue víctima de los demagogos (de demos, pueblo y ago, conducir), quienes, corrompiendo la idea fundamental de que en la vida política debe primar el interés público, vieron en la compra y venta del voto la posibilidad para enriquecer y satisfacer sus intereses privados.

Atenas iba siendo destruida no solo por la Guerra del Peloponeso y la epidemia, sino que además por los demagogos, que arruinaron la política con sus injusticias y manipulaciones. Ante esto, Aristófanes escribió, en el 414 a.C., Las aves, donde denunció que los atenienses se transformaron en comerciantes del dinero y del engaño, “viviendo colgados en la burocracia, a costa de los impuestos”, e inventando empleos inútiles, como el “mercader de decretos”, que trabajaba en la Asamblea vendiendo “leyes nuevas a precios baratitos”. O el sykophanta, delator profesional: “Recibo dinero para acusar a las personas. ¡Soy un sicofanta que trabaja para el bien público! Fiscalizo las ciudades y denuncio a los extranjeros”, satiriza Aristófanes.

La democracia ateniense fue arruinada por una oligarquía corrupta, ignorante y despótica, que buscó desacreditar la “cultura de las ideas”. Además de sentenciar a intelectuales al ostracismo, la Ekklesía condenó a muerte a Sócrates por “no creer en los dioses” y “corromper a los jóvenes” con sus enseñanzas. Su muerte, en el 399 a.C., marcó el perigeo de esa Aischrópolis enferma, subyugada, junto con Esparta, en el 338 a.C. por Filipo II de Macedonia.

La historia, como pensaba Tucídides, sirve para sacar lecciones del pasado; la política, para saber elegir con discernimiento a los más capacitados para gobernar. Pero, 2450 años después de aquella epidemia, la humanidad no pudo, ni con toda la tecnología y conocimiento alcanzados, evitar que se repitiera el desastre de Atenas, y enfrenta nuevamente una epidemia en que, además de combatir un virus impredecible, tiene que combatir la hybris, la arrogancia e ignorancia de quienes gobiernan hoy en algunos demos. Mostrando cuán poco se importan con el bien de su pueblo y poniendo en peligro la democracia una vez más, ya que muchos de estos líderes demagogos manipularon a sus electores para llegar al poder a través del voto inconsciente, creando fake news y enemigos imaginarios, exacerbando los discursos de odio y el fanatismo religioso o, debido a su propia ignorancia, vilipendiando la ciencia, el arte y el conocimiento.

Las analogías con la Aischrópolis ateniense saltan a la vista, pues desde que se declaró la actual emergencia sanitaria hemos sido testigos de la infamia de tales gobernantes al negar la gravedad de la pandemia y boicotear recomendaciones vitales como la cuarentena, menospreciando así a los pueblos que los eligieron. También vimos cómo, por ambición, se ha atropellado el respeto a la vida de la gente, considerada apenas como una estadística, que debe ser sacrificada para mantener “la economía” que beneficia a los oligos, a los pocos que se favorecen con ella. Por lo tanto, permanecen vigentes las observaciones de Tucídides sobre la enfermedad, que ya en aquella época evidenciaban que es necesario ignorar las ambigüedades y demencias de los demagogos, que desinforman a los habitantes y los exponen al contagio, y evitar las aglomeraciones hasta que el brote acabe. Así como los espartanos percibieron la seriedad del contagio y suspendieron en aquel año la guerra, es necesario que los líderes de hoy vean la gravedad de la pandemia. Ya es tiempo de abrir los ojos para la realidad y aceptar que el mundo no debe ser regido por la ideología, sino que por el bien común.

Lidiamos con un virus que ha puesto a prueba a toda la humanidad, pero aun así este iós microscópico nos viene a mostrar aquello que todavía podemos cambiar; viene a darnos la oportunidad, como señaló Hesíodo en Trabajos y días, de corregir nuestras acciones y tomar conciencia de que para vivir en la Edad de Oro hay que elegir el camino de Díke, de la justicia. Recuperando la humildad, la confianza y aprendiendo a vivir en armonía con el prójimo y con el mundo en que habitamos, que todavía puede convertirse en una Callípolis.

Paula Vera-Bustamante es investigadora y creadora de la Teoría de la Ciudad Fictiva. Licenciada en Literatura por la Universidad de Chile y Doctora en Letras por la Universidad de São Paulo.

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