Nostalgia de la multitud
Es imprescindible en una democracia que la gente pueda mostrar en las calles su malestar, aunque sea con mascarilla
En las primeras páginas de La muerte de Virgilio, el escritor austriaco Hermann Broch narra la llegada a Brindisi de Octaviano Augusto. Regresa de Grecia para celebrar que cumple 43 años. Ahí están las siete naves que se acercan con todo su esplendor a Italia; la que transporta al César se adelanta y maniobra entre veleros y botes y barcas de pesca y tartanas hasta conseguir tocar tierra. Es en ese instante cuando “el sordo rugir de la bestia masa” estalla en un “jubiloso alarido”, “desenfrenado, aterrador, magnífico”. Broch escribe que Augusto sabía que sin esa multitud que vibraba “no se podía hacer política alguna”. Aquello ocurrió en septiembre del año 19 antes de Cristo. Hoy, con el coronavirus suelto por el mundo, la hipótesis de grandes concentraciones está en principio puesta entre paréntesis. Se han producido movilizaciones, como las de quienes protestaron por la muerte de George Floyd y contra la pervivencia del racismo, pero las indicaciones de los expertos en salud son bastante claras: no se mezclen, trátense con cierta distancia, nada de barullos.
Es posible que este sea uno de los elementos que generan más extrañeza ahora que en Europa se está produciendo la salida de la pesadilla de los contagios y los hospitales abarrotados y los muertos. No hay mítines multitudinarios, no hay público en los estadios de fútbol, no hay conciertos de rock donde millares de jóvenes se empastan en una corriente vertiginosa agitada por la energía del ritmo. La masa está dormida, y aquel alarido tan suyo —”desenfrenado, aterrador, magnífico”— parece cosa del pasado. Si esto se prolongara, ¿qué podría pasar con la política? ¿Cómo ejercerla, cómo entenderla, cómo habrán de sintonizar los que gobiernan con los gobernados si a estos se les ha indicado que mejor nada de alaridos?
Cuenta Elias Canetti en La antorcha al oído que durante los años que pasó en Fráncfort, entre 1921 y 1924, tuvo una experiencia muy potente. Se estaba celebrando una marcha obrera de protesta por el asesinato de Walter Rathenau, ministro de Exteriores en la República de Weimar, cuando descubrió que se sintió fuertemente arrastrado por la energía de la multitud que avanzaba por la calle. Habla de “embriaguez”, de romper los “límites habituales”, de descubrir “el camino hacia otras personas que se hallaban en una situación análoga” y formar con ellas “una unidad superior”. Más adelante se refiere en esa historia de su vida a un primo suyo un poco mayor, que un día le comentó a propósito de sus habilidades como orador: “Tienes a la gente entre tus manos, son como una bola de plasta blanda con la que puedes hacer lo que quieras. Podrías animarlos a incendiar sus propias casas, es un tipo de poder que no conoce límites”. Canetti se dedicó 25 años de su vida a estudiar la naturaleza de la masa. Y a explorar la consistencia de su poder.
La historia está llena de líderes fanáticos que supieron moldear a las muchedumbres para arrastrarlas por los peores derroteros. Ahí están Hitler o Mussolini. Pero sin esas multitudes que de tanto en tanto llenan las calles para expresar sus anhelos o su malestar, su furia, la democracia estaría coja. Por eso es un signo de buena salud cívica que la brutal muerte de George Floyd no haya quedado sin respuesta. Este extraño mundo de ahora no puede prescindir del alarido contra las injusticias. Aunque no haya más remedio que proferirlo tras una mascarilla.
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