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Columna
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Señorita

Estábamos buscando otra manera de hablar. Habíamos encontrado la clave esperanzadora. No la pifiemos

Marta Sanz
Una mujer, en la estación de Chueca del Metro de Madrid.
Una mujer, en la estación de Chueca del Metro de Madrid.

En 1972 Armiñán dirigió Mi querida señorita. Adela Castro, señorita provinciana, interpretada por López Vázquez, descubre que es hombre. En esta metamorfosis ratificamos la complicación de nombrar sexualidades más allá de peras y manzanas, y de autobuses que informan sobre lo que significa tener vagina (¡una mamá!) o pene (¡cabeza de familia!): si sacas los pies del tiesto, tu cuerpo se devalúa y cualquier desalmado te despide o te raja. No eres señorita, sino monstrua. El misterio de si Adela es hermafrodita, mujer, hombre, ángel, se mezcla con la pesantez de la construcción cultural: disfórico/a, loca, tarado… Además, a Adela le pone Isabelita, así que ¿lesbiana o hetero? Y con la dificultad para ganarse el pan. Les sucede al 85% de las personas transexuales.

En la teoría queer hay un excluyente factor académico y de clase. Como en la poesía de Quasimodo o los hexámetros dactílicos. Necesito comprender lo que me queda lejos. Me empino y me alegro cuando veo la corriente de solidaridad entre una kelly y un trans que aspira a vender seguros. Los componentes semánticos de este tema me han hecho descubrir que, además de socialcomunista, lesboterrorista, perraflauta y españolísima, soy también demisexual. Pero no todo es lenguaje y a veces obviamos que la realidad se compone de cifras tan concretas como que el 85% de las personas transexuales están en paro o que globalmente hay más mujeres pobres que transexuales. El problema semántico pasa por la dificultad de asignar acciones, sentimientos, lugares, emociones tanto en una concepción binaria del género, como en otra que pretende dibujar una miríada de identidades sexuales reconocibles en distintos seres humanos o en el mismo a lo largo de su vida. El esencialismo sentencia: las mujeres que no cumplen con el mandato biológico de la maternidad no son verdaderas mujeres —¡Cáscaras!—. Otro tipo de esencialismo predica: las trans son hombres disfrazados —¡Carambolas!—. Añadamos la variable científica: el límite son las certezas de la ciencia. Pero quienes se dedican a la ciencia saben que existe una combinación cromosómica XXY y, sobre todo, saben que los paradigmas científicos se corroboran o falsan y que, de esa deseable evolución del conocimiento, no están exentas las investigaciones sobre género, su asignación, peras, manzanas y sexadores de pollos. La maraña científica, moral y lingüística se desenreda a la luz de lo social y económico: como soy socialcomunista, lesboterrorista, estratega y filóloga, no lo olvido. Nos unían: el 85% de paro de las personas transexuales, exclusión y pobreza de las mujeres, violencia machista.

La conciencia de esta fragilidad, la depredación del planeta y de los cuerpos que lo habitamos, las discriminaciones y la necesidad de cuidarnos operaban sinérgicamente para achicar otras simas de desigualdad que cuestionan un modelo económico racista, machista, capitalista. Incurrir en el discurso del odio es malsano fuego amigo: en el apaciguamiento de la visceralidad se halla la bisagra para una transformación del sistema. La solución no está en retirar a J. K. Rowling de los escaparates ni en desmerecer nuestra genealogía feminista. Estábamos buscando otra manera de hablar. Habíamos encontrado la clave esperanzadora, queridas monstruas, señoritas, compañeras. No la pifiemos.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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