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Columna
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Todos los caminos llevan a Pekín

Las dos naciones más pobladas y potencias nucleares ambas se han liado a tiros en el techo del mundo. La partida no ha terminado

Jorge Marirrodriga
Un valle en la zona disputada.
Un valle en la zona disputada.TAUSEEF MUSTAFA (AFP)

“Todos los caminos llevan a Roma” es un viejo dicho que se remonta a la época a de la civilización romana que construyó unas 400 vías –las autopistas de la época—con una extensión de, más o menos, 85.000 kilómetros, es decir, más de seis veces el diámetro de la Tierra por el ecuador. El kilómetro cero estaba en el Foro romano y se le llamaba “Milliario de oro”. Era una buena operación publicitaria, porque en realidad era bronce. Pero el refrán antes citado era todavía mejor en términos de “propaganda amable” porque lo cierto es que los caminos no llevaban a Roma sino que sobre ellos sus Ejércitos llegaban a todas partes rápida y cómodamente. Al menos según los parámetros de la época.

Los caminos y puentes son comúnmente aceptados como símbolo de civilización en términos de paz y prosperidad. Vale, pero tienen otra interesante lectura bastante menos pacífica. Las grandes avenidas y bulevares de muchas ciudades europeas, con sus amplias aceras, cómodas calzadas y tremendas plazas en las que desembocan, o que las jalonan, evocan –si lo queremos, en blanco y negro y con las personas moviéndose muy deprisa– una vida de paseos plácidos y transporte público funcionando. Pero una de las razones de su existencia es que permitían a los Ejércitos moverse a toda velocidad hasta el corazón mismo de las ciudades y controlar las posibles revueltas. Mussolini se cargó para siempre una parte de un histórico barrio de Roma, el Borgo Pio, para crear la impresionante Via della Conciliazione que es la que actualmente desemboca en la Plaza de San Pedro. Lo hizo para celebrar los Pactos de Letrán por los que Italia y El Vaticano se reconocían. Un símbolo de amistad que despertó no pocos recelos en el nuevo microestado que veía como desaparecía un laberinto de calles que durante siglos fueron una defensa –llamémosle natural— de la plaza. Las fantásticas autopistas alemanas de la Guerra Fría eran famosas por su amplitud y robustez. Claro que tenían tanta que podían soportar el paso de carros de combate a toda castaña camino del Este en caso de agresión soviética.

Hace unos días se ha sabido de un grave incidente militar entre los dos países más poblados del mundo, ambos con armas nucleares y con Ejércitos donde sus soldados se cuentan por millones. En una región fronteriza reivindicada por ambas naciones –comparten en total 3.440 kilómetros, un poco menos que de Barcelona a Moscú— militares chinos e indios se han enzarzado en un combate que ha dejado al menos 20 soldados indios muertos. Los chinos, para variar, no han dado cifra alguna de sus bajas. Ambos gobiernos tras lanzarse las tradicionales acusaciones de quién disparó primero y quién provocó antes hicieron lo que se hace en estos casos cuando se quieren evitar los focos del escenario: Aquí no ha pasado nada y pedimos a la distinguida audiencia que mire hacia otro lado. Pero ojo a la rivalidad entre China e India, milenarias civilizaciones de la introspección, la respiración pausada, la meditación y tal y tal, que no pasan ni una cuando se trata de defender sus intereses. Lo interesante es que el desencadenante de este último roce ha sido la construcción de una carretera que India está realizando en la zona. ¿Y por qué no le gusta a China esa infraestructura india, símbolo universal de comunicación e intercambio? Porque sirve para trasladar tropas, carros de combate y piezas de artillería, a los que se suman los helicópteros artillados y aviones que ya ambos utilizan.

La disputa no es menor. India acusa a China de haberse apropiado de 38.000 kilómetros de su territorio, un poco menos que Extremadura, mientras que Pekín responde que esa zona, y un poco más, se llama “Tibet del Sur” y que es suya. También dice que el Tibet que hay en el norte es suyo, pero esa es otra historia. El caso es que en la democracia india hay un gobierno muy nacionalista al que la gestión de la pandemia le está saliendo manifiestamente mejorable y que como todo gobierno de este tipo que se precie considera que para tapar lo de dentro es mejor mirar hacia fuera. Y en China está el que seguramente sea el Gobierno más agresivo en todos los campos desde la muerte de Mao y uno de cuyos principios es no ceder ni un milímetro en cuestiones territoriales crean los demás que tiene razón o no. Obvio decir que el Gobierno chino representa al pueblo pero sin el pueblo. No todos los caminos llevan a Roma. También a Delhi… o Pekín.

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.

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