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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Jamyats. De ahuehuetes y estatuas

El sistema colonialista que ha jerarquizado el mundo, los pueblos y sus culturas, impone sobre la superficie de la tierra representaciones tangibles de la lectura que ha hecho de la historia

Yásnaya Elena A. Gil
El árbol al lado de la iglesia de Santa María de Tule, cerca de Oaxaca (México).
El árbol al lado de la iglesia de Santa María de Tule, cerca de Oaxaca (México).Luis Monje

“Yo no quiero ser un árbol, sino su significado”

- Orhan Pamuk. Me llamo rojo.

Se trata de un árbol, un ahuehuete, taxodium huegelii. En los contados viajes que hice desde mi comunidad hacia la ciudad de Oaxaca durante la infancia, podía observarlo, monumental, en medio del atrio de Santa María del Tule, una localidad que se encuentra aproximadamente a 12 kilómetros de la capital del Estado, muy cerca de Mitla. Desde la ventana del autobús, mi madre, Eneida, me lo señaló por primera vez: “Ese es el árbol”, me dijo en la lengua en las que nos comunicamos comúnmente, el mixe. Imposible no verlo, quienes se especializan en estos temas apasionantes estiman que tiene más de 2.000 años de antigüedad, el diámetro de su tronco mide más de 14 metros y el de su copa se extiende a lo largo de 58 metros, su altura roza los 42. Observar este magnífico árbol, aún desde la ventanilla del autobús, medio empañada por el polvo de la sierra, dejó una profunda impresión en mi ánimo infantil de por sí ya excitado por la cercanía de esa ciudad que estaba a punto de conocer por primera vez. Décadas antes, mi abuela, con 15 años, había caminado, desde mi comunidad, casi por dos días, antes de llegar a esa ciudad de cantera verde en donde se tomó una fotografía junto a su madre que aún conservamos. Posiblemente ellas también habían observado aquel imponente árbol, tal vez pudieron acercarse y sentarse en alguna enorme rugosidad cercana a la raíz antes de que una cerca de metal lo protegiera de la gran afluencia turística.

Según las narraciones tradicionales, Kontoy, una mezcla de divinidad y héroe guerrero del pueblo mixe, había bajado hacia los valles centrales de Oaxaca y se sentó a descansar antes de subir de nuevo hacia las montañas de la sierra. En su lugar de descanso, clavó en la tierra su largo y pesado bastón que se convirtió rápidamente en el enorme ahuehuete que ahora yo contemplaba por primera vez desde un autobús en lento movimiento. Según los relatos, Kontoy, que había logrado defender a su pueblo de guerras, invasiones e injusticias, se internó dentro de nuestra montaña sagrada, el Zempoaltepetl, la Montaña Veinte; antes de partir hacia las entrañas de la tierra, prometió que regresaría cuando llegara el tiempo de encabezar de nuevo la defensa del pueblo mixe. Mientras el bastón de Kontoy, ese gran ahuehuete, se mantenga vivo, la promesa de su regreso continúa vigente; un elemento natural, un árbol de impresionantes dimensiones, nos recuerda las resistencias del pueblo mixe y actualiza siempre su significado y su simbolismo desde hace cientos de años. En los documentos coloniales en los que se consigna una rebelión indígena (zapotecos, mixes y chontales) en contra del gobierno virreinal en 1659, se detalla el papel que tuvo la figura de Kontoy: uno de los objetivos de la rebelión era sacudirse el yugo de los gobernantes españoles para hacer posible su regreso, un regreso que muchos acontecimientos extraordinarios habían anunciado como inminente. Después de haber escuchado muchas veces, desde que tengo memoria, las hazañas de este héroe-divinidad a quien se le rinde culto en los rituales mixes tradicionales, por fin podía contemplar esa promesa convertida en ahuehuete, la promesa de la resistencia de mi pueblo. Así que, aquel día, mi madre no sólo me señaló un árbol, sino su significado.

La tierra que habitamos, convertida en territorio, va siendo marcada material y culturalmente por las personas que lo habitamos. Leemos la tierra y un árbol se convierte en bastón mesiánico, un río marca una frontera y una montaña, un lugar sagrado. Podemos también escribir sobre la tierra y construir edificios como el Taj Majal para dejar constancia, en la memoria del mundo, del paso por la vida, de alguien que hemos perdido. La tierra en su interacción con la humanidad registra en su lomo el transcurrir de las poblaciones y culturas, pero también registra el mecanismo de las opresiones. El colonialismo puede narrarse, en un sentido, como un proceso en el que, mediante la violencia y el poder, se imponen nuevas lecturas y escrituras sobre la faz –el rostro- de la tierra. La construcción de la catedral metropolitana en el corazón histórico de Ciudad de México, levantada sobre las edificaciones de la antigua Tenochtitlan, muestran de manera más que elocuente el ejercicio de borramiento y reescritura desde el poder. En un acto de recuperación de textos ocultos contenidos en el palimpsesto que es la superficie de la tierra, mi amigo e historiador Miguel Ángel Recillas, recorría Ciudad de México con el mapa de la antigua Tenochtitlan en la mente: “Aquí acaba el lago y comienza la tierra firme”, me decía solemne, como si estuviéramos en el mismo espacio, pero en el año 1518; “aquí estamos en medio de la calzada de Tlacopan, recuérdalo” volvía a repetirme en otro lugar.

Como una continuación de ese acto de escritura colonial de la tierra, se han erigido diversos tipos de monumentos. Etimológicamente, la palabra “monumento” se relaciona con los terrenos semánticos del recuerdo y la memoria, un monumento se erige con la intención de hacernos recordar y, con el paso del tiempo, como imanes semióticos, se van cargando de más sentidos. Con la obsesión occidental por la representación fiel de las personas, los rostros y las formas humanas que tan bien problematiza Orhan Pamuk en su novela Me llamo Rojo, los monumentos de la tradición europea imitan los cuerpos humanos: son estatuas, bultos de bronce, piedra o metal con cabeza humana, brazos y piernas. Esta costumbre no deja de parecerme extraña y aún me causa aversión encontrarme por sorpresa con un monumento de forma humana en medio de la noche en un lugar inesperado: maniquís en pedestales que nos observan mientras una paloma les deposita excremento en el hombro, momias sin carne expuestas en espacios públicos. Una estatua de Cristóbal Colón, por ejemplo, replica, al menos en intención, su propio cuerpo o el que le es supuesto. A diferencia de otras tradiciones en las que las edificaciones o monumentos que se erigen en recuerdo de un personaje son templos, altares de piedra o pirámides, la tradición occidental privilegia la imitación de la forma humana en las estatuas. En la tradición mixe, más que estatuas que nos muestren el cuerpo de una divinidad, su presencia puede ser representada en el cuerpo de una serpiente o la visita estruendosa de un rayo blanco.

El sistema colonialista que ha jerarquizado el mundo, los pueblos y sus culturas, impone sobre la superficie de la tierra representaciones tangibles de la lectura que ha hecho de la historia, mediante la colocación de estatuas. No es de extrañarse entonces que, en las recientes manifestaciones en contra del racismo o en medio de las luchas históricas en contra de la opresión que han sufrido los pueblos indígenas, se sienta necesario derribar los monumentos con los que el colonialismo nos llama a recordar y a significar constantemente su lamentable actualidad. Ante los recientes derribamientos de estatuas de Cristóbal Colón en diferentes lugares de Estados Unidos, The Hispanic Council, un instituto de investigación independiente que promueve las relaciones entre España y Estados Unidos, creyó pertinente aclarar que los ataques a las estatuas de Cristóbal Colón carecen de rigor histórico, otras voces apuntan que estos actos no tienen fundamento pues hay que considerar que este personaje jamás pisó el territorio de lo que hoy llamamos Estados Unidos. Estas aclaraciones no toman en cuenta que no es la representación de Cristóbal Colón, una persona concreta que nació hace más de cinco siglos, la que ha sido derribada sino el conjunto de los significados, sentidos, connotaciones e implicaciones que su figura ha adquirido: el simbolismo de la opresión. Podemos, es verdad, problematizar, analizar y situar históricamente la vida y los actos de la persona que fue Cristóbal Colón, pero derribar las estatuas que lo homenajean va más allá de eso, significa rebelarse en contra de los actos de escritura colonialista sobre el cuerpo de nuestros territorios, significa desincrustar de la tierra las estatuas que la voluntad colonialista plantó, estatuas que colonizan simbólicamente el espacio con su peso y su presencia. Derribar estatuas cargadas con estos significados implica negarnos a recordar con elogio lo que debe ser problematizado desde el pasado y cuestionado en sus consecuencias presentes.

En muchas opiniones, se subraya que los derribos o ataques a las estatuas de Cristóbal Colón, Hernán Cortés o de otros personajes similares en realidad no tienen efectos sobre el racismo o sobre las opresiones actuales, que se trata de actos meramente simbólicos; sin embargo, los actos simbólicos son importantes, tan importantes que desde otras voces y otras voluntades se determinó que era importante erigir esas mismas estatuas, si lo simbólico no fuera fundamental, nunca hubieran sido colocadas.

En el amplio abanico de mecanismos culturales por medio de los cuales convocamos a la “jauría errabunda de los recuerdos” como las llama Lautréamont, la construcción de estatuas parece ser el medio preferido de una tradición, sin embargo, siempre es posible leer y escribir el territorio de manera múltiples sin imponer un mecanismo sobre otro. Nos quedan muchas posibilidades, entre ellas, la posibilidad de que un árbol se vuelva un monumento, un llamado a la memoria y la actualización de una promesa. Ahí donde una estatua recuerda colonialismo, un árbol responde resistencia.

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