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Tribuna
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Malas prácticas

Este no ha sido ni será el último desastre, pero ¿y si en vez de lamentarnos nos ponemos a hacer algo?

Chantal Maillard
Terrazas en Morata de Tajuña.
Terrazas en Morata de Tajuña.Europa Press

El desastre del que habremos de soportar ahora las consecuencias nos ocupa por completo, y es lógico que así sea. Pero, por favor, seamos realistas: este no ha sido ni será el último desastre. El virus que ha causado el estado de alarma en estos meses no es más importante ni proporcionalmente más letal que otras muchas pandemias que la humanidad ha sufrido a lo largo de su historia. Tampoco es más letal ni más importante que muchas de las catástrofes que han estado ocurriendo últimamente y siguen ocurriendo ahora. ¿O acaso nos olvidamos del cáncer y la cifra de fallecidos que conlleva? En el año 2018, tan sólo en España, murieron de cáncer 112.000 personas. En el mismo año, por esta causa, se contabilizaron 9,6 millones de fallecidos en el mundo. Claro que el cáncer no se contagia y es una mina de oro para la industria farmacéutica. Tampoco se contagia “el cambio climático”, ni la “crisis de refugiados”, ni los conflictos armados, ni los tsunamis, esos desastres que ocurren siempre “en otra parte” y que los noticiarios nos ofrecían a diario a modo de seriales hasta que fueron sustituidos por el único serial capaz de adquirir realidad a nuestros ojos porque, a diferencia de los otros, éste se prolonga en nuestros gestos cotidianos y, por tanto, nos afecta. El problema es que nuestro campo de visión es por lo general bastante estrecho, pues tan sólo nos sentimos concernidos por lo que directamente nos afecta cuando, en realidad, lo que más nos concierne es aquello que, por ahora, no parece afectarnos.

Pero, ¿y si en vez de lamentarnos pusiésemos manos a la obra que tenemos por delante?¿Y si en vez de ponernos en loop, bloqueados en el florilegio de las opiniones acerca de las causas y los efectos de la pandemia, nos pusiésemos entre todos a programar un nuevo modelo de economía? ¿O se nos está olvidando que está teniendo lugar un desastre planetario para el que, miren ustedes por donde, sí que tenemos vacuna, pero no la empleamos? Será, digo yo, que no favorece a nadie. A nadie importante, claro. Porque, en este juego, hay quienes importan y quienes se deportan. Pero este es otro asunto. ¿O es el mismo?

Qué fácilmente olvidamos que éste es un planeta inestable, una minúscula célula del universo, en el que el humano no vale más que cualquier otro conglomerado de partículas. Y con cuánta vanagloria presumimos de los logros de unas ciencias que pierden de vista lo más importante: la interconexión de todo con todo, y el funcionamiento homeostático de un universo en perpetua mutación. Hemos apostado por el “ser” (la individualidad, la permanencia) y este no era el camino. Porque el ser es una entelequia, y la realidad, un proceso. Y a veces es bueno que una catástrofe nos despierte del letargo. Hemos apostado por la vida, dando por supuesto que esta era buena y que nos pertenece —aunque por lo visto a unos más que a otros—, sin tener en cuenta que no se da sin su contrario. Una educación para la muerte, como parte de la educación sentimental, sería deseable, pues el miedo tiene en ella su origen y quien desarticula el miedo se hace, entre otras cosas, inmune a las argucias de quienes pretenden manejarle. El miedo es un arma poderosa. Tan sólo el hambre la supera. Y entre el miedo y el hambre proliferan las ideologías. Súmase a ello el desconcierto que generan los cambios para un animal de costumbres como el humano. Añádase la ignorancia de unos y la ambición de otros, y agiten. Cuando al desconcierto se suman las malas prácticas, el agua se vuelve turbia. Cuando a las malas prácticas se suman las malas intenciones, el agua se vuelve oscura.

Rentabilizar un cambio y dividir a golpe de bandera es la más vieja de las estrategias. Pero lo malo no es que algunos sigan empleándola, lo malo, lo realmente malo, es que siga funcionando. ¿Tan poco habremos aprendido en estos últimos siglos para no percatarnos de que detrás de un estandarte se ocultan mil fantasmas? ¿Que quienes se visten de bandera no llaman a la unidad sino que crean al enemigo? ¿Que cuando invitan a sus niños a agitar recuadritos de colores —¡qué bonito, todos a una con la manita alzada!— les están preparando para el odio? Mover a la masa es cosa fácil. Una población son muchos individuos, la masa es sólo una. De entre los individuos, unos pocos, los más pausados, se retiran, toman distancia y atienden a sus corrientes subterráneas. Otros piensan, sopesan y deciden. La masa ni se retira ni piensa, tan sólo opina y sigue.

Lo social es un mal que se rige por el mimetismo y por el conflicto, decía el antiguo maestro Chuang Tse. Desarticularlo requiere el ejercicio de una libertad que en nada se parece a las sobrevaloradas libertades y empieza por el conocimiento de uno mismo. Mientras tanto, a pie de calle, donde, sin reglamentos ni dictados, se organiza la gente para proveer techo, alimento y afecto a quienes no los tienen. ¿Cómo llamaremos a esto? Henri Michaux quiso hallar una prelengua capaz de volver a decir las cosas en su movimiento, en su perpetua emergencia. ¿Cabría hablar de una prepolítica que, sin retóricas ni estadísticas, sin pactos ni intereses, fuese capaz de devolvernos la concordia (cum cordis), esa unidad de cuerdas interiores que sin palabras reconocemos al oído? — ¿Devolvernos? ¿Alguna vez la tuvimos? Todo Gobierno es un mal, decía Chuang Tse. Y todo reglamento —añado— el síntoma de una pérdida.

Chantal Maillard es escritora.

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