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Columna
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Veo lo que tú no ves

En España, las disputas políticas han dejado de ser conflictos ideológicos e incluso conflictos de interés, el choque entre las partes se organiza a partir de diferentes visiones de la realidad

Fernando Vallespín
El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, en el Congreso de los Diputados, el pasado 3 de junio.
El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, en el Congreso de los Diputados, el pasado 3 de junio.La Vanguardia/POOL (Europa Press)

Cuando desde el futuro se pregunten por las causas de la decadencia de la cultura occidental es posible que elijan algo que está ocurriendo ante nuestros ojos. En lo que se fijarán es en el momento en el que dejamos de creer en la razón y la verdad, cuando decidimos renunciar a la búsqueda conjunta de los principales atributos de la realidad, a guiarnos por la objetividad de los hechos y las máximas de los dictados racionales, cuando, en suma, la argumentación perdió su importancia. Coincide, pues, con la extensión de la política postverdad y el correlativo abandono del clásico razonamiento político.

Si se fijan, y en nuestro país tenemos ahora miles de ejemplos, las disputas políticas han dejado de ser conflictos ideológicos e incluso conflictos de interés, el choque entre las partes se organiza a partir de diferentes visiones de la realidad. El objetivo no es otro que definir el mundo de forma que se ajuste a la conveniencia política de cada cual, interpretarlo desde los intereses de parte. No sé ustedes, pero la mayoría de las discusiones políticas que tengo con mis amigos o conocidos inciden casi siempre sobre la naturaleza de los hechos, no sobre “ideas” políticas. Que si Ayuso —y no el Gobierno— es o no responsable de la alta mortalidad por la covid en Madrid, que si de las declaraciones off the record de Irene Montero se puede deducir que el Gobierno sabía del peligro de la manifestación del 8-M, y así ad infinitum.

Detrás de cada una de esas interpretaciones hay, desde luego, un “sesgo de confirmación”, la tendencia a abrazar aquellas posiciones que se ajustan a nuestro posicionamiento partidista previo, y a rechazar las que puedan contradecirlo. Pero para que esto pueda funcionar es preciso que se irrite lo suficiente la realidad para que podamos adscribirnos a una u otra de sus representaciones; es necesario introducir buenas dosis de agnotología, la deliberada producción de agnosis o desconocimiento: poner todo en cuestión, los hechos, las fuentes de información, la misma posibilidad de intentar acceder a una interpretación compartida por todos. De eso ya se encargan los relatos, los enmarques, los medios de comunicación de parte, los chats, incluso las noticias falsas. Pero la condición para que esto funcione es que se mantengan prietas las filas de las diferentes facciones, que se conserven bien cohesionadas. Y el mejor cemento son sin duda las emociones. Por eso es imprescindible que las narraciones sobre los (supuestos) hechos produzcan indignación o algún otro arrebato emocional que satanice al adversario. En definitiva, más importante que estar del lado de la razón es sentirse miembro de la tribu.

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Quizá sea esto lo que explique nuestra ya casi genética predisposición a la beligerancia política. Todo lo que signifique compartir es visto como una forma de traición a la integridad del grupo. El razonar conjuntamente sobre algo —escuchar al otro, responderle y, eventualmente, guiarse por la fuerza de los argumentos— puede que no nos garantice acceder a los consensos necesarios; lo que está claro es que el negarse a hacerlo solo nos asegura la disputa perpetua. Cohesionar a los nuestros deviene así en algo mucho más importante que satisfacer los intereses de todos, ya no hay espacio para lo común. Ni siquiera para la objetividad del mundo.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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