Idiota
Quienes manipulan el significado de la libertad desde la ignorancia supina o firmando manifiestos intelectuales me dan miedo
Justo antes de que nos confinásemos y empezáramos a vivir experiencias extrasensoriales como abrir cuenta en Instagram —descubro aptitudes como poeta visual y trapecista en la red— o contemplar la propia vivienda a través del espejo para agrandarla; antes de que tomásemos el sol en espacios ridículos para no contraer el escorbuto y se multiplicaran las conversaciones entre esta señora y su pólipo cuando diputados de Vox colocan Paracuellos encima de la tribuna —“La culpa la tenemos nosotros, que nos hemos dejado robar lenguaje, historia y sentido del humor”, me dice mi pólipo, que es muy de Wittgenstein, pero con cierto sesgo izquierdista—; antes de que el Señor acogiese a Billy el Niño en su seno, y mi marido y yo, obviando nuestro pasado en la Asociación contra la Tortura, aplaudiéramos a la policía desde el balcón y nos preguntásemos: “Pero, nosotros, ¿no éramos los ladrones?” Antes, yo veía la tele para mandar cartas al ministro de Consumo. Quería manifestar mis quejas frente a esos bancos que no eran un banco y me alucinaba la publicidad de una bebida con eslogan profético: “Las cosas extraordinarias que puede hacer un idiota”.
La campaña reflejaba todo lo que hay que entrenar para ser idiota. Después, personajes, disfrazados de cono señalizador, graban vídeos superando retos absurdos y se viralizan. Los spots iban dirigidos a un público adolescente o aniñado a fuerza de una puerilidad catódica que estos días muestra su lado menos inocente en la figura de un señor que guarda dentro del pecho un corazón tan blanco como Lady Macbeth: en horario de máxima audiencia, pontifica contra el Gobierno y supera retos divertidísimos mostrando que una de las libertades más preciadas del ser humano es la libertad de ser idiota. Yo soy tan idiota como todo el mundo, pero intento corregirme. El carácter profético de “las cosas extraordinarias que puede hacer un idiota” llega a su esplendor cuando un rapero se graba en casa viendo porno con un primo que no vive con él; cuando una periodista, saltándose el confinamiento, pasa por detrás de su churri mientras él graba una diatriba ultraderechista para un medio digital; cuando se organizan simulacros de Semana Santa o fiestas con cantidad de peña fumando petas y dándose besos en los morros. Yo, partidaria de todos los vicios y solo de algunas virtudes, los miro y pienso: “Qué cosas más extraordinarias pueden hacer los idiotas”.
Después recuerdo a las presidentas autonómicas que pretendían ofrecer menús escolares de pizzas y sándwiches, y creo que hay personas incluso más idiotas. El pólipo me da un toque: UCI saturadas, amenaza de rebrote, ancianos y ancianas difuntos en sus residencias… Los divertidos idiotas que manipulan el significado de la libertad desde la ignorancia supina o firmando manifiestos intelectuales me dan miedo. Desde la convicción de que, cuando esto acabe, tendremos que repensar los mecanismos de control y vigilancia del Estado sobre la ciudadanía, me sorprende —o no— que no nos molesten otros sensores y algoritmos que detectan calor, preferencias, movimientos, mientras hacemos idioteces en Internet y nos vigilan multinacionales que hemos elegido, como libérrimos sujetos de consumo. Ahí está el quid de la denuncia del Gran Hermano en la era del liberalismo extremista.
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