Ya supérenlo
La cancelación del aeropuerto de Texcoco fragmentó la infraestructura aérea, complicó la operación de aerolíneas, encareció costos logísticos y redujo la conectividad de México

Cada cierto tiempo, el tema del que hubiera sido el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México regresa al debate público. Seis años después de su cancelación, el NAICM sigue dividiendo opiniones y justificando discursos. Ya supérenlo, claman desde hace años en las redes y en los medios, como si de un capricho se tratara. Sin embargo, las consecuencias de la cancelación ya no son solo ideológicas, son también económicas.
La cancelación de varias rutas aéreas entre México y Estados Unidos esta semana demuestra que -al menos desde Estados Unidos- el tema aún no se ha superado. Las decisiones del pasado siguen afectando el presente.
La historia es conocida, pero vale la pena recordarla porque sus efectos continúan acumulándose. En octubre de 2018, antes de asumir la presidencia y con un Enrique Peña Nieto ya desdibujado, Andrés Manuel López Obrador convocó una pseudo consulta ciudadana para decidir el destino del proyecto de Texcoco. En los días que duró la consulta, el asesor del futuro presidente y cercano al sector privados, seguía asegurando que el aeropuerto no se cancelaría. Quizás hubiera ajustes y sería uno más austero, pero la principal obra de infraestructura de ese sexenio no sería cancelada. Para sorpresa de quienes le creyeron y no tanto para los que sabían del autoritarismo de López Obrador se anunció que la voluntad popular -particularmente encuestada en el sur del país- había decidido cancelar el aeropuerto y echar por la borda los recursos que ya se le habían destinado.
Lo que se presentó entonces como un gesto de ahorro y honestidad terminó costando, según la Auditoría Superior de la Federación 331.996 millones de pesos, cifra que después corrigió -según esto por inconsistencias metodológicas- a “solo” 113.327 millones. El tiradero de dinero en un país que buscaba austeridad. A ese monto habría que añadir los costos financieros de los bonos emitidos para financiar la construcción y que se tuvieron que recomprar a inversionistas para no caer en incumplimientos. Es decir, se pagó por un aeropuerto que no se construyó básicamente por un capricho. Pero ya supérenlo.
Más allá de las cifras, lo más caro ha sido el costo de oportunidad. Texcoco -con toda la complejidad que su construcción implicaría- no sonaba a un capricho faraónico. Estaba diseñado para resolver un problema estructural – la saturación aérea del Valle de México- y pensado para operar como un hub intercontinental. Su sustituto, el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, no ha logrado absorber ni una fracción menor de lo que se estimaba para el nuevo aeropuerto. El costo directo del AIFA según fuentes públicas fue cercano a los 75.000 millones de pesos, sin contar los subsidios que siguen siendo necesarios para su operación. A superar también ese derroche, supongo.
Pero el problema se volvió además de todo, práctico. La cancelación de Texcoco no solo generó pérdidas económicas inmediatas, sino que también fragmentó la infraestructura aérea, complicó la operación de aerolíneas, encareció costos logísticos y redujo la conectividad de México. Esta semana lo vimos claramente.
El Gobierno estadounidense notificó esta semana la cancelación de rutas operadas por aerolíneas mexicanas alegando incumplimientos del acuerdo bilateral de aviación civil. La razón formal: las irregularidades en la reasignación de operaciones y en los estándares de seguridad aérea derivados de la redistribución forzada de vuelos del AICM al AIFA.
El Acuerdo Bilateral de Aviación firmado en 2015 entre México y Estados Unidos buscó modernizar y liberalizar las relaciones aéreas entre ambos países, reemplazando al restrictivo tratado de 1960. Su entrada en vigor en 2016 permitió que múltiples aerolíneas de cada nación operaran en las mismas rutas, fomentando la competencia, reduciendo tarifas e impulsando la conectividad más allá de los grandes aeropuertos como Ciudad de México o Dallas. Promovió el crecimiento del turismo, el comercio y la inversión al facilitar vuelos directos entre ciudades secundarias y mejorar el transporte aéreo de carga, vital para las cadenas de suministro norteamericanas. También abrió la puerta a alianzas estratégicas, como el acuerdo de código compartido entre Aeroméxico y Delta Airlines, y fortaleció la cooperación técnica en materia de seguridad aérea.
No obstante, los beneficios plenos del acuerdo se vieron limitados por la degradación de México a Categoría 2 por parte de la FAA en 2021 y nuevamente en 2025, así como por la saturación del AICM y la redistribución de vuelos hacia el AIFA. En la práctica, las restricciones operativas y los problemas regulatorios han frenado su potencial, mostrando que la apertura formal requiere acompañarse de capacidad institucional y modernización real del sistema aéreo mexicano.
Estados Unidos evidenció la falta de confianza que se tiene en que las decisiones en materia de infraestructura y aviación civil en México se tomen con criterios técnicos, no políticos. Desde 2019, el país ha transitado por una secuencia de decisiones improvisadas: cancelación de Texcoco, limitación de operaciones en el AICM, presiones a las aerolíneas para usar el AIFA, cambios regulatorios de última hora y el nulo mantenimiento en las dos terminales del aeropuerto de la ciudad. ¿Le han afectado a la economía mexicana esas decisiones? Supérenlo.
Cuando se canceló el NAICM, el argumento fue que Texcoco se hundía -literalmente- y era un símbolo de corrupción. Se ofreció un proyecto más barato, más austero y eficiente en Santa Lucía. Seis años después, el AIFA opera a menos de 30% de su capacidad, depende de subsidios públicos y ha generado costos adicionales en transporte terrestre y logística por la migración de la carga hacia allá. Lo que se prometió como ahorro se ha traducido en un gasto permanente.
La pérdida de conectividad le ha restado competitividad al país. La ineficiencia logística encarece las cadenas de suministro. La incertidumbre regulatoria desalienta las inversiones. Y la credibilidad institucional ha quedado erosionada. Los inversionistas no olvidan que México canceló -sin ningún fundamento técnico- una obra con más de un tercio de avance con compromisos internacionales firmados. La prima de riesgo solo aumentó.
Las consecuencias no se limitan a la aviación. La mayor integración que estaba contemplada en el acuerdo bilateral de aviación de 2015 no pudo materializarse. No sería ninguna sorpresa que fuera un obstáculo más en la negociación comercial que México enfrentará el año que viene.
Las decisiones improvisadas han dejado secuelas en la relación con Estados Unidos, en la competitividad del país y en la percepción del riesgo. Seguro México podrá superarlo, pero no sin antes asumir las consecuencias completas de una decisión que, en nombre de la austeridad, sacrificó una oportunidad de desarrollo.
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