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España
Tribuna
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Ficciones españolas

Desde la independencia, México también se ha inventado una España a modo: primero, para adquirir nuestra propia identidad; luego, para burlarnos de su tozudez y su literalidad; y, luego, para achacarle todos nuestros males presentes

Desembarco de exiliados españoles en Veracruz, México, el 13 de junio de 1939.
Desembarco de exiliados españoles en Veracruz, México, el 13 de junio de 1939.
Jorge Volpi

Los países son ficciones: abigarrados, fascinantes y terribles conjuntos de ficciones, derivadas de las obsesiones de la tribu, que nos sirven para inventar identidades y anclarnos a una tierra, unos cuantos valores y unos cuantos mitos; para dividirnos los unos de los otros y dibujar inexistentes límites en mares, ríos o sierras; para hacernos sentir únicos y construir idiosincrasias de las cuales sentirnos orgullosos —más que nunca, en los Mundiales o las Olimpiadas— o con las que nos burlamos de nuestros vecinos o enemigos. Enormes y desbocadas fantasías que asumimos reales y han sido la causa de infinitos conflictos, guerras, masacres y holocaustos.

Por más que en los últimos siglos hayamos conseguido aglutinar las particularidades regionales en conjuntos más o menos uniformes —las modernas naciones—, seguimos empeñados en sacralizar estas feroces herramientas de la diferencia: el nosotros presupone irremediablemente un ellos, un vago conjunto de adversarios o rivales —los bárbaros que están siempre al acecho y aguardamos pacientemente como en el poema de Cavafis o la novela de Coetzee— para recordarnos quienes somos o quienes queremos ser. Nos inventamos así herederos directos de un variado conjunto de pueblos —muchos de ellos enfrentados entre sí— que habitaron Mesoamérica hace 500 años, e inventamos, igualmente, que los actuales españoles son continuadores directos del vasto imperio de Carlos I de Habsburgo, donde nunca se ponía el sol.

Ficciones, insisto, necesarias para articular historias y espacios de resistencia o de poder. Que lo sean no implica, sin embargo, que no tengan consecuencias y no den vida a problemas contemporáneos. Asumirnos como víctimas o verdugos fija sobre todo la posición que queremos representar en el presente: el oscuro territorio del pasado puede ser invocado, a fin de cuentas, al antojo o la interpretación de cada quien. Los extranjeros —individuos o grupos— siempre han sido chivos expiatorios para justificar invasiones, desplantes, batallas con armas o discursos. No hace nada que Donald Trump se valió de nosotros, su ficción de los mexicanos —violadores y asesinos—, para acendrar el miedo o el rencor de quienes habrían de votarlo.

Desde el siglo XVI, cuando por poco tiempo fue el imperio más poderoso del planeta, España se convirtió en una fuente inagotable de fantasías por parte de sus rivales en la colonización. La leyenda negra los pintaba como rufianes despiadados: acaso lo fueran, pero no menos que quienes los caricaturizaban así. Cuando ya era una potencia marchita, en el XIX, Europa la reinventó con más benevolencia: un extremo de exotismo, decadencia y lujuria donde colocar a Don Juan o a Carmen. Por fin, a mediados del XX, se convirtió en el laboratorio del fin de los tiempos: el matraz donde primero se ensayó la brutalidad de la Segunda Guerra Mundial.

Desde la independencia, México también se ha inventado una España a modo: primero, para distinguirnos de los antiguos amos coloniales y adquirir nuestra propia identidad; luego, para burlarnos de su tozudez y su literalidad; y, luego, para achacarle, de ser posible, todos nuestros males presentes a su violentísima —no hay duda en ello— colonización armada y espiritual. Con cierta recurrencia, volvemos a ellos como enemigos ancestrales: un recurso tan gastado como eficaz.

España, a su vez, no ha dejado de crear ficciones de sí misma, de las que sigue promoviendo la derecha y ultraderecha estilo Vox, como civilizadores de América, a las que la asumen ya parte integral y moderna de esa Europa que durante siglos la desdeñó. El anacrónico orgullo español es, en este caso, lo de menos: hay que reconocer que, en el último rifirrafe con el Gobierno mexicano, España —la España real o, en otras palabras, el Gobierno de Pedro Sánchez— no ha cometido ningún agravio contra México. Todos nuestros argumentos son pretéritos, de los remotos soldados de Cortés a los no menos brutales años del neoliberalismo.

Sin duda unas cuantas empresas españolas se aprovecharon al máximo de la desregulación y la complicidad de nuestra clase política para obtener inmensas —y oprobiosas— ganancias, pero también lo hicieron conglomerados estadounidenses, británicos, franceses o chinos. Por otro lado, la ácida exigencia de disculpas por la conquista, una operación simbólica que ha aliviado tensiones en otras partes, aquí fue pensada más bien para exacerbarlas.

Paradójicamente, nos hemos inventado un enemigo español donde había un natural aliado de izquierdas, acaso porque la izquierda es lo que menos interesa ya. La secuencia de agravios diplomáticos, a los que el Gobierno español ha respondido con prudencia, solo puede leerse como un constante distractor. Los defensores de la pausa insisten en que es solo una palabra, pero las palabras presidenciales son performativas: aunque no tenga un significado en el lenguaje diplomático, detendrá flujos, ralentizará dinámicas, enfriará algunas posibilidades.

Por fortuna, frente a las ficciones políticas hay siempre realidades: miles y miles de personas —de vidas individuales— que mantendrán el camino abierto entre los dos países. Sabemos que España es el segundo inversor directo en México, pero prefiero destacar el campo que hoy me ocupa: los miles de estudiantes que cada año cruzan de una orilla a otra, que se forman y entran en contacto con sus pares, que aprenden de sus diferencias y construyen relaciones familiares, profesionales y culturales que no se pondrán en pausa. Otro dato alentador: en los últimos 10 años, investigadores de la UNAM y distintas universidades españolas han publicado unos 4.000 artículos académicos en revistas arbitradas, casi uno al día.

Los humanos somos seres ficcionales: necesitamos estas fantasías para sobrevivir y medrar. Pero, frente a aquellas que nos separan y distancian, debemos replicar y reforzar las que nos unen: esos incontables viajes de ida y vuelta a través del Atlántico que, desde hace 500 años, construyen otra fantasía paralela e imprescindible: la hermandad.

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